368. La parabellum del buen psicópáta

12 de diciembre de 2024 | Diciembre 2024

Me enferma que mis viejos ahora pongan el papel higiénico colgando hacia adelante y no hacia atrás, como Dios manda. Dice mi hermano que está entre las pequeñas actitudes que cambiaron después del infarto de mi viejo. Será por eso que me enoja tanto. Lo peor es que, aunque lo corrijo, vuelven a ponerlo de la misma manera. Lástima que no pueda irme de la casa.

Nunca me sentí cómodo en este lugar. No es la casa donde yo viví toda mi vida; bueno, al menos, la vida que recuerdo. Esa casa tenía dos baños: uno para mis viejos y otro para nosotros, mi hermano y yo. Ahí podía poner el papel como se me cantara el culo.

Esa casa tuvieron que venderla para pagar los abogados (los que más se llevaron), las fianzas, los regalos para que los presos no me cagaran a palos y no sé qué más.

En el penal, cuando había rollo de papel, no había soporte para ponerlo. Estaba así nomás, apoyado en el piso; en general, en una esquina, para que no se mojara.

Aunque no me cagaban a palos (sí me daban unos buenos bifes, a mano abierta, para no dejar moretones), me tenían de punto. Me decían que yo tenía el culo demasiado fino para estar ahí adentro.

“Balita” era mi apodo. Lo sigue siendo, me persigue afuera de la tumba y ya trascendió tanto que nadie se lo va a olvidar. Eso es lo que más lamento: la mala fama. Ser la estrella asesina que todos los medios buscaron para lucrar con mi tragedia y hacerme conocido en todo el país.

Esa noche de enero en la costa yo ya sabía que iba a tener euforia. Había dos posibilidades: o nos daban bola las pibas que habíamos conocido en la playa, o nos agarrábamos contra otros pibes. Y las pibas no aparecieron, así que salió la otra.

Yo ya tiraba desde chico. Mi viejo nos había llevado a cazar unas diez veces. Era bueno. Demasiado. Nunca erré un solo tiro. Y cuando me pude comprar la mía, no dudé.

Toti y Feli me dijeron que no la llevara, pero para mí era un chiche nuevo. A los dieciocho esas cosas hacen que uno sea…  qué sé yo. Cuando lo vi a Tomi en el piso y que lo estaban pateando, no dudé. Tiré a la cabeza.

Al otro día, estaba preso y, afuera, mi viejo infartándose. Dijeron que se salvó de milagro, y yo sentí tanta culpa que pensé en suicidarme. Estuve a punto de hacerlo y me dio más culpa saber que solo le daría más dolor a mi familia.

Quince años después pude salir, cuando me dieron la condicional, y vine a parar a esta casa donde, cada vez que veo el papel higiénico, revivo toda mi tragedia.

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