Rodolfo Fernández Ulloa, recién llegado de su viaje anual por Europa, revisaba los balances de la empresa con una lupa. La metalúrgica que había fundado su padre décadas atrás ahora se dedicaba a fabricar caños para la explotación petrolera en Vaca Muerta. Un negocio enorme. No obstante, para él, los números no cerraban. Por eso había pedido los últimos resúmenes contables y una reunión con su mano derecha, Juan Cruz Mazzini.
—Es que, ¿sabés qué pasa, Juan? —Rodolfo había dedicado los primeros diez minutos a relatar su viaje, antes de entrar en tema—. Yo estaba en Paris y quería la suite con vista de frente a la tour Eiffel —afrancesó su modulación—, y quise ir con Celia, pero no me pasaba en la tarjeta. Me tuve que buscar un Airbnb de éstos… Y dije: “me mato todos los días para venir al galpón este de mierda y no me puedo dar un gusto”. No puede ser —se quejó con los brazos abiertos.
—No, claro —asintió Juan Cruz, que en la puta vida le pasó ni va a pasar algo así.
—Escuchame, estuve viendo estos números, y hay un ítem que me alarmó. ¿Qué es “personal”? ¿El teléfono? —preguntó Rodolfo.
—No, Rodo, esa es la suma de salarios y cargas sociales… cuestiones así —aclaró, amable, Juan Cruz.
—Ah, antes me ponían “salarios” —aseguró Rodolfo, aunque Juan Cruz sabía que no era así. Él se encargaba de todo lo contable—. Tenemos que achicar ahí, a la mitad, más o menos. Sin echar a nadie —se apuró a aclarar.
—Si te parece, Rodo, podemos bajar los sueldos, pedir un preventivo de crisis, hablar con el ministerio… lo arreglamos. Pero, antes, habría que hablarlo con los muchachos. Con Mario —dijo Juan Cruz y apretó los labios.
Después de despotricar contra Mario durante unos minutos, Rodolfo aceptó tener una reunión con él para analizar el panorama.
—Sí, jefe, lo hacemos, no hay drama —Mario exageraba un gesto bonachón que no le salía natural, inclinado hacia adelante en la silla, apoyado en la rodilla derecha—. Lo que sí… Habría que arreglar el tema mío y del sindicato.
—¿Cómo arreglar… qué? —preguntó Rodolfo, haciéndose el tonto.
—Nuestra parte. Deje que lo vea, pero para mí que, con noventa, cien palos, estamos —Mario asentía como perro de luneta de remise.
—¿Cien millones? —a Rodolfo se le cayó la cabeza hacia adelante, su voz se puso profunda, seria.
Mario siguió en su papel cabeceador.
—Son unos hijos de puta ustedes —Rodolfo se echó contra el respaldo de la silla—. ¿A vos te parece? Los cagás a todos estos negros, que son tus compañeros, nos cagás a nosotros… este país no sale adelante gracias a gente como ustedes.
—¿Es un sí? —preguntó Mario.
—Sí. Andate por favor —contestó Rodolfo, negándole un saludo y su mirada a Mario.
