—Necesitaríamos unos mil millones de dólares para comenzar el proyecto. De lo contrario, el grupo dice que se va a invertir en Brasil, Chile, Perú —cerró su explicación Álvaro Figueroa, experimentado representante en la Argentina de un pulpo internacional, mientras se limpiaba la boca después de haber terminado la ensalada de camarones.
—Claro, sí, sí. Perfecto. O sea, si ustedes dicen que van a invertir eso, yo me quedo más que conforme —contestó Emilio Portela, condescendiente.
—¿Cómo llegaste vos hasta acá? —susurró Figueroa, inclinado sobre la mesa.
Portela levantó apenas un segundo la mirada hacia el salón, por encima de Figueroa, y volvió hacia él.
—Cuando tenía veinticinco trabajaba en la barra de un balneario de Pinamar. Siempre odié Pinamar. Yo soy de Madariaga, y no conseguía trabajo ahí. Una semana vino un señor que no paraba de pedir whisky. Uno atrás de otro. Una tarde, ya estaba borracho, se puso a hablar conmigo e hice un chiste que le gustó. Ese tipo, ya sabrás, era Gregorio Blazevic.
—¿Qué chiste? —curioseó Figueroa, para conocer un secreto de uno de los hombres más importantes del país.
—Ni me acuerdo, uno de contadores… —Portela se quedó callado y miró de reojo por sobre su hombro—. ¿Escuchás ese murmullo? —y señaló, con un pulgar, hacia atrás, al salón vacío del restaurante de Puerto Madero.
Álvaro Figueroa negó con la cabeza.
—Igual, Blazevic era un poco kamikaze. Yo no sabía mucho de finanzas. Fue más bien suerte y… —hizo una pausa—, la verdad, yo convenzo —dijo Portela, que a esa altura vivía en una mansión de Nordelta.
—¿Y después de Blazevic? —preguntó Figueroa.
—No, bueno, hice un camino propio a partir de otros clientes… ¿no escuchás eso?
—No… ¿Qué pasa? ¿Te incomoda que te pregunte? —disparó Álvaro Figueroa sin pelos en la lengua.
—No, es que… —Emilio Portela iba a inventar una excusa, hasta que se dio vuelta hacia atrás y vio el salón completamente vacío—. No, está bien. Ya… ya está. No era nada —sonrió Portela.
