Puta madre, este número no me sale. Voy a servir un poco más de aguardiente para que patine la fricción de las neuronas hasta que salga. El camino a la cocina es una penumbra terrorífica. Pero no puedo llevar el candelabro porque, a veces, es peor ver todo lo que cuelga, repta, chirria por ahí.
Esa fiebre de mierda me ha dejado solo contra el mundo entero cuando se llevó a Ercilia. Cada día la extraño menos y cada día la lloro más. Ya son algunos años de esta soledad inquebrantable. Es verdad que también la busqué: revolear botellas vacías a los que eran mis amigos y escapar al campo aquí en el pueblo de San José de Flores me permitió ser quien soy.
Solo así me pude reencontrar con mi esencia, mi historia. Mi padre todavía habita estas paredes, junto al infante que fui.
Puedo verlos, día y noche. Se repiten las escenas que atesoré durante décadas. La noche del incendio en la pulpería de don Basualdo: esa noche interrumpimos la clase de trigonometría. O años después, esa tarde de las moscas que empezamos con las leyes de Newton. Veo todas las lecciones aquí cuando quiero. Las estudio, las repaso.
Pobre Giuseppe Lombardi, no logró que estudiara como él. No fue fácil cuando falleció y no hubo tiempo para estudios.
Creo que, quizás por eso este, retorno a mis orígenes resulta tan importante. Lograr esa contratación para el diseño de un puente por la Munich – Thomas & Co es lo único que me aferra a este mundo.
De ahí que necesito determinar si son diez o veinte toneladas. Ya repasé la case con mi padre, esa que hicimos en la galería, unas ocho o trescientas veces; ya no recuerdo. Pero el resultado sigue siendo imposible. Pierde sentido el resto de la física.
Siento que hay algo que Giuseppe no llegó a explicarme. Si para mañana no lo encuentro, tendré que poner el número que me plazca y rezar a Dios que no se derrumbe.
