La empresa venía complicada. No solamente en el aspecto económico, que era suficiente motivo de preocupación para los jefes, sino también en cuanto al trato social de pocas pulgas entre el personal. Por eso, a partir de una idea del gerente, se había organizado una cena entre las y los empleados, para que el trato diario se tornara más fluido y se encontraran nuevos puntos de vista desde donde se pudiera comprender y aceptar la postura de cada uno en cuanto a distintos aspectos.
Incluso se había convocado con algo similar a un orden día que incluía las temáticas de inseguridad y legislación, sistema impositivo y situación económica, casi una invitación a la confrontación. Sin embargo, y como para matizar un poco, la invitación enviada por mail aclaraba que «habrá distintos puntos de vista. Lo importante es intentar ponerse en lugar de aquellos que piensan distinto a uno/a para generar un clima de trabajo basado en la armonía y la cooperación. Vale aclarar que el personal jerárquico de la empresa no será parte de la cena». Esta última frase no hacía más que difuminar la determinación respecto de quiénes eran destinatarios del mensaje, toda vez que en una pequeña empresa de veintipocos empleados, algunos podían considerarse personal jerárquico por el mero hecho de tener mayor antigüedad.
Desafortunadamente, a pesar de tan afable convocatoria, solamente concurrieron cuatro personas: Analía, una vieja empleada de mucho tiempo en la empresa y con una personalidad muy confrontativa; Luana, secretaria también con muchos años en la empresa; Alejo, el contador que llevaba apenas un año y medio; y Romina, que tenía algunos años allí con multiplicidad de tareas.
Analía y Luana solían ser grandes amigas hasta que se habían peleado y encolumnado detrás de sí a parte de los empleados en contra de la otra.
—No puedo creer que me tenga que someter a hablar de la situación económica con vos, burra —atacó Analía ni bien se sentó frente a Luana—. Pensé que iba a venir alguien más interesante.
—¿Perdón? ¿Quién te creés que sos? Yo entiendo mucho más de economía que vos. O por lo menos tengo claro qué me favorece y qué no.
—La economía que vos defendés es la peor que ha tenido el país, es la que nos trajo hasta acá.
—Sí, bueno, yo sé que no estoy en lo mejor de la vida pero por lo menos no propongo enterrarnos más, como todo lo que decís vos.
—Con José Luis siempre hablo de vos, de tus posturas y de lo ridícula que te volviste.
—¿Perdón? ¿Porque quiero que se reparta un poco la cosa soy ridícula?
—»¿Pigdón?» —le hizo burla Analía—. Sí, sos ridícula.
—Bueno, bueno —intercedió Alejo cuando vio que ambas estaban a punto de responder saliéndose de sus cabales—. Tratemos de entender, como decía la consigna, de dónde viene la postura de cada uno.
Romina, mientras tanto, se sentía como espectadora de uno de esos programas de televisión en los que malos actores se ponen a discutir por problemas inventados.
—¿Qué les parece si charlamos un poquito del tema de los impuestos?
—A ver, hablá tarada —Analía acusó directamente a Romina.
—¿Yo? No sé… Están ¿altos?
—¿Qué le decís tarada a mi amiga? —contestó Luana.
—Y mirá, piensa como siempre dije yo, así que tal vez tenga que ser amiga mía.
—Si vos decís que hay que subir el IVA para pagar la crisis.
—Y sí, está mal que lo bajen si no hay plata. Además sacaban el IVA y te enterraban con más impuestos por otro lado.
—Tu marido decía que había que bajarlo también, vieja burra —atacó Luana.
—¿Vieja, yo? —gritó Analía.
—Momento, por favor —Alejo, sentado al lado de Analía, le puso una mano en el hombro como para relajarla o algo así—. Pasemos a un tema que nos va a tener a todos de acuerdo: la inseguridad es un problema que nos afecta y estamos en contra de la delincuencia.
—¡Ja! —pegó un alarido Luana—. Mirá si vamos a estar de acuerdo con esta que ahora se volvió fascista y defiende el gatillo fácil.
—No es verdad. Yo no defiendo el gatillo feliz… digo fácil. El policía que hace eso es tan delincuente como los otros y no se puede defender. Lo que dijo es que el policía si le están tirando tiene que tirar.
—Pero si defendías a Chocobar que mató a un pibe que no estaba disparando —contestó, tímida, Romina.
—Chocobar es un héroe, pendeja —contestó Analía mientras fondeaba el vino que tenía en la copa.
