Román, sentado en una reposera bajo una sombrilla que alquilaba por día en el balneario, miraba el mar de pieles y arena frente a sí que antecedía al mar de agua del fondo, cuando su esposa Laura le pidió que fuera a comprar los sanguchitos que vendía el parador y algo para tomar.
—¿Me acompañás, Quito? —le preguntó a su hijo, que jugaba con un balde, una palita y arena húmeda.
Juntos fueron hasta el parador y él pidió lo que estaban almorzando hacía casi una semana: dos tostados de jamón y queso, una coca grande y tres vasos.
—Serían veinte mil —contestó la chica del parador.
—¿Veinte mil? Pero ayer salía quince —contestó Román.
—Sí, pasa que, bueno… la inflación y eso. Vos alquilás sombrilla, ¿verdad? —preguntó la chica.
—Sí —contestó Román ya algo temeroso.
—Bueno, también, a partir de mañana sale el doble.
—¿El doble? —preguntó Román y la chica asintió con los labios envueltos dentro de su boca.
—Papi, quiero un chocolate —exigió Quito desde abajo, tironeando la remera de su padre.
—¿Cuánto están esos chocolates? —preguntó Román, mientras miraba los papelitos de su billetera.
—Cinco mil.
—Pero, la puta… —se le escapó a Román—. Bueh, dame. Tomá, Quito.
Volvió, bajo el sol radiante y la arena candente que se le colaba por entre el pie y la ojota: una exfoliación natural de los cayos trabajados durante el año.
—Me rompieron el culo —anunció Román.
—Está Quito —lo retó Laura—. ¿Y? ¿Te gustó?
—Se fueron a la mierda los precios de todo —contestó Román mientras servía coca.
—Bueno, aprovecho y te digo dos cosas más: llamé a mi vieja y me dijo que no estaba comprando los remedios para llegar a fin de mes. Así que le mandé cien lucas. Vamos a tener que dejar de comprar acá en el parador.
—Dos semanas de vacaciones tengo, Laura, quiero poder darme el gusto de comprar la comida acá. No te digo salir a comer a la noche, comer estos tostados de mierda.
—¿Y qué hago? ¿Dejo que se mueran mis viejos? —hizo una pausa para que Román, tácitamente, le diera la razón—. La otra noticia mala es que leí un mail del cole de Quito. Se duplica la cuota.
—¿Qué? —contestó Román con la boca llena de miga, jamón y queso.
—Dicen que les sacaron el subsidio. Qué sé yo… —cerró Laura y comieron mirando el mar, en silencio.
