31. Sin derechos

17 de febrero de 2024 | Enero 2024

Aurelio era zambo, hijo de una esclava negra, fallecida a sus cortos cinco años, y de un ranquel que la había elegido para una noche de lujuria durante una visita comercial a la estancia de Alfonso Fernández de Gracia, ubicada a las afueras del poblado Santos Lugares de Rosas, actual San Martín, a menos de un día a mula.

Aunque al momento de su nacimiento regía la libertad de vientres dictada por la Asamblea del Año XIII, la familia de Fernández de Gracia, siempre lo había tenido por esclavo y así también le había enseñado su madre. 

Era bueno para el arreo, la doma y también había aprendido el arte de la herrería gracias a un peón de otra estancia cercana, a la que viajaba con el único fin de formarse aquellos días que su patrón le permitía. De todo ello se encargaba en la estancia y también participaba de otras tareas cuando era requerido.

En sus veintitantos años, Aurelio había participado de la defensa de la estancia ante los saqueos perpetrados por los miembros del ejército rosista luego de la derrota en la batalla de Caseros. Félix, el hijo mayor de Alfonso, intentó junto con sus hombres una defensa con mucho orgullo pero casi nada de estrategia militar y en inferioridad de hombres y armas. En pocos minutos, sus hombres fueron abatidos y estuvo a punto de ser herido de muerte cuando Aurelio le salvó la vida. El episodio fue resuelto por Alfonso que prefirió negociar la entrega de varias cabezas de ganado y parte de su riqueza en metálico.

Un año después, un ya viejo Alfonso le congraciaba a Aurelio su libertad con algunas facilidades económicas para que desarrollara su vida en el pueblo con la mujer con la que había forjado un romance. Pasó a trabajar de herrero en un principio y de empleado de una pulpería más tarde, al mismo tiempo que empezaba a formar una familia.

Años más tarde, con Alfonso ya fallecido, la estancia había quedado bajo la dirección de Félix, quien no contaba con el mismo respeto que su padre entre los peones y capataces, lo cual dificultaba su tarea y lo hacía víctima de abigeato y hurto de herramientas.

Ante esa situación, Rosendo, hermano de Félix, propuso que Aurelio y otros hombres de confianza reemplazaran al personal en funciones en ese entonces. Félix, de acuerdo con la propuesta, los convocó.

Aurelio fue el primero en presentarse ante el llamado. Entendía la necesidad de quienes habían sido sus patrones y el escenario en el que estaban, pero había decidido que su familia desarrollara su vida en el pueblo, a esa altura llamado General San Martín, donde su esposa e hijos trabajaban vendiendo frutas, velas y demás productos que conseguían.

—Sepa disculparme, don Félix. Pero no puedo trasladarme hasta allí.

—Aurelio, toda tu familia puede tener la vida que se merece aquí en la estancia. Y por buena paga.

—No se trata de dinero, don Félix, por favor. 

—Te dimos todo acá. También a tu madre. Ahora corresponde que hagas tu parte y vuelvas a trabajar como se te ordena.

—Patrón, le pido disculpas, pero ya no soy esclavo.

—¿Quién dice?

—La Constitución de la Nación, don Félix.

—Si hay crisis económica no hay Constitución que valga, negro fiero —levantó fuerte el vozarrón que retumbó en las paredes—. Venís a trabajar a la estancia, te ordeno. 

Y aunque sabía que Félix le debía la vida, Aurelio agachó la cabeza y asintió apenas, casi imperceptible.

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