Horacio Cordero, a sus cincuenta y siete años, había quedado desocupado tras el cierre del restaurante donde trabajaba como jefe de cocina. Desde entonces, mientras aliviaba los dolores del síndrome del túnel carpiano en la muñeca derecha gracias a fármacos y con un hijo a cargo con problemas de salud crónicos, había buscado trabajo por todos lados, incluso como bachero en cualquier local gastronómico.
Después de meses sin éxito, consiguió una entrevista en un conocido restaurante del barrio porteño de Palermo, de precios excesivamente altos y un ambiente algo lujoso.
—Muy buen currículum, Horacio. Para el puesto de ayudante de cocina estás más que calificado —lo felicitó Rodolfo Costas, dueño del restaurante.
—Muchas gracias —sonrió Horacio, ansioso.
—Bueno, te paso a explicar el trabajo. Esto sería de martes a domingo, con un franco los lunes, que cerramos, y el horario de cinco de la tarde a dos de la mañana. Y un salario de cuatrocientos cincuenta mil.
—¿La quincena? —arriesgó Horacio, solamente como para consolarse con un “lo intenté”, ante una respuesta que parecía evidente.
—¿Cómo? —se tentó Rodolfo—. El mes —se sintió obligado a expresar como para que quedara claro.
—Claro, claro —Horacio sonrió, esta vez triste—. Y el tema de la obra social… Pregunto porque me dijeron que me duraba un tiempo todavía, pero ya se cayó, me parece —no se animó a preguntar directamente por una jubilación que ansiaba para, antes de arruinarse la mano derecha, poder levantar a sus nietos sin dolor.
—No, no. Acá cada uno se paga lo suyo. Esto es… sin aportes, digamos.
—Ah, claro. Pensé que sí era con… los aportes.
—Vos, Horacio, ya sabés cómo es esto. Si algún día se va alguno de los que están registrados, te considero. Pero, mientras tanto… Igual tienen un adicional, los días que viene la inspección y que tienen que pasar unas horas ahí atrás en el frigorífico —afirmó Rodolfo, generoso.
—Ajá. Bueno —a Horacio se le notaba poco convencido.
—Es que, viste cómo están las cosas. Si me pongo a pagar aportes, estoy en el horno, tengo que cerrar. Está todo muy difícil, muy bravo.
—Rodolfo, llegó el proveedor de whisky —se coló el encargado del local.
—¿El de los buenos?
—Claro que el de los premium, si no, me encargo yo.
—Ah, perfecto. Gracias, Julio, ahí voy —dijo antes de volver a Horacio—. ¿Me esperás media horita? ¿O ya te tenés que ir? Te quiero comentar un par de pavadas.
—No, sí. Me quedo —contestó Horacio.
