302. Sed

8 de octubre de 2024 | Octubre 2024

Luisa, sentada en el piso de su cocina, miraba la última botella de agua. Insoportable sed de tan extrema. La garganta seca, después de casi dos días sin sentir líquido. Un enjambre incómodo de carnes y tejidos extraños, que Luisa sentía cada vez más rasposos.  

La sequía y el calor habían llegado en el peor momento. No había tiempo ni manera de ejecutar las obras que habían quedado abandonadas y postergadas. Si salía agua de una canilla, era contaminada.

En cuestión de días, el río se había convertido en una ciénaga profunda con apenas un par de charcos donde se refugiaban las pocas bacterias que podían vivir en esa agua putrefacta y caliente. Hasta el color le había cambiado por un tono más verduzco; y tenía una textura más parecida a la gelatina que al agua.

De las napas salía un lodo caliente que se secaba en apenas un par de minutos y que, decían, al consumirlo, podía atragantar por endurecerse en la garganta.

Media ciudad ya se había muerto o exiliado. Los que tenían agua, porque era contaminada, y los que no, por sed.

Luisa ni siquiera podía dormir de las ganas de tomar algo. Ya se había terminado hasta las botellas de whisky, aunque el gobierno provincial había informado que el alcohol aceleraba la deshidratación.

Las altas temperaturas del verano se encargaban de acelerar el proceso. Con cincuenta y tres grados, cualquier lugar parecía un horno. El agua embotellada ya se había terminado y, la poca que quedaba, se compraba a precios altísimos, que Luisa no soñaba alcanzar.

Los Pedraza vendían agua en botellas que ellos mismos rellenaban. Y no era tan cara. Luisa había comprado y todavía conservaba la botella que miraba en la cocina. Era la misma agua que había matado a su madre y casi la mataba a ella también. Pudo zafar solamente gracias a que, en ese momento, todavía quedaba algo de agua potable y sales hidratantes.

Con la plata que ganaban, los Pedraza hacían quinientos kilómetros para conseguir agua potable para ellos y sus amigos, a los que les cobraban en oro. Cuando empezó la sequía, hasta habían llenado una pequeña pileta, que después tuvieron que embotellar para vender.

Su negocio era difícil de sostener. El agua contaminada afectaba a los clientes, a veces, hasta matarlos. Al principio, algunos la usaron para bañarse, pero tampoco servía: provocaba ardor. La desesperación era lo único que lograba que volvieran a comprarles, aún sabiendo que sufrirían nuevas intoxicaciones.

Hacía varios días que Luisa no usaba ropa. Se había cortado el pelo casi al ras del cráneo en un ataque de locura para que le aliviara el calor. No tenía ningún vehículo ni plata y estaba débil para escapar a pie del calor.

Solo le quedaba esperar su destino mientras lloraba sin lágrimas, o anticiparlo en un par de tragos de agua gris.

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