296. Palomas

2 de octubre de 2024 | Septiembre 2024

Después de que mi vieja falleciera, la vida para mi viejo se hizo cuesta arriba. Quedamos nosotros dos solos; él, un poco más solo que yo. En casa solo había silencio, que después, intenté tapar con música fuerte. Si la música le gustaba, le hacía llorar; si no le gustaba, le hacía irse.

Al principio, la tristeza se le aflojaba un poco nomás cuando venía mi tía y lo distraía. Yo tenía diecinueve, no sabía hacer otra cosa que darle abrazos para ayudarlo. Y lo hice hasta que se cansó: un día que él no quería que lo abrazara me sacó de encima.

Pasaron meses durante los que él, en general, se dedicaba a atender el negocio y, cuando volvía, se acostaba en la cama hasta el día siguiente.

Pasado más de medio año, empezó a salir. No me decía a dónde iba. Pasaba por casa unos minutos después de cerrar el negocio, y volvía a irse.

De a poco empecé a notar que estaba un poco mejor, que cada tanto me hablaba y, es más, creo que lo vi casi sonreír una tarde. Pensé que tenía una nueva novia o algo así.

Un día decidí seguirlo. Me puse una gorra y los anteojos de sol, como si no me fuera a reconocer. Bajé rápido las escaleras del edificio, para no darle la ventaja de esperar al otro ascensor, y lo enganché justo cuando cerraba la puerta del edificio.

Caminaba apurado, como si estuviera llegando tarde a algún lugar. Cuando llegó a la plaza, se sentó. A descansar, pensé yo. Pero no. Sacó un pan viejo de su bolsillo y empezó a migarlo y repartirlo entre las palomas. Veía que les hablaba, que se reía a carcajadas.

Él nunca había tenido amigos, se encerraba mucho en mi vieja y mi tía, su hermana, y no tenía más familia que eso. Pensé que, quizás, lo que necesitaba era eso. Algún amigo que le diera la bola que las palomas le daban.

Me fui a la quiniela del barrio, donde siempre había algún viejo sentado, hablando al pedo. Y justo estaba Arístides. Lo conocí esa tarde en que lo contraté para que fuera amigo de mi viejo. Ni bien le mostré los billetes, aceptó el trabajo y apostó todo ahí nomás al 93.

Le hice una charla técnica a Arístides y le pedí que lo llevara a un bar a tomar un café, o a alguna cosa así. Que se las ingeniara, que le inventara una tetona para presentarle, que así le gustaban a mi viejo.

Esa tarde fui a la plaza, donde se tenían que conocer, y los vi a los dos ahí, sentados en el mismo banco donde estaba mi viejo el otro día. Saludaban a las palomas, les hablaban, les tiraron pan hasta que se acabó y compraron garrapiñada para darles.

Estuve a punto de encararlos y pedirle a Arístides que me devolviera los pesos, pero justo ahí, escuché la voz de mi tía que decía “dejalo en paz. Está loco, pero lo único que quiere es saludar a las palomas con su nuevo amigo”.

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