“No se lo saquen ni para cagar”, había exagerado el comisario Cardoso cuando reunió a todo su personal habitante en el conurbano bonaerense para informarles que el Jefe de Gobierno porteño había reclamado un aumento del uso del chaleco antibalas, al menos, en la vuelta hasta su casa desde el trabajo.
César Taborda, suboficial de la comisaría, había escuchado al comisario con mucha atención y seriedad. Él también lamentaba las muertes de sus compañeros al otro lado de la General Paz y el Riachuelo, aunque no los hubiera conocido.
Su hijo Alan tenía cinco años, y lo que más temía era dejarlo huérfano de padre. “Hay que obedecer al jefe”, pensó.
Y eso hizo. No se sacó más el chaleco antibalas. Ni para cagar, coger, ni ducharse. Directamente sobre la piel iba el chaleco. De tanta transpiración, agua y jabón, las fibras del chaleco empezaron a perder efecto y capacidad de absorción de los disparos, pero Taborda no lo advertía.
Fue gracias a sus compañeros, que se quejaban del olor que largaba, que Taborda se sacó el chaleco y descubrió los hongos que empezaban a crecerle en la piel. Cuando él dijo que no se lo sacaba porque estar en el conurbano era un peligro las veinticuatro horas, se burlaron de su falta de comprensión.
La gente de mantenimiento de elementos dijo que ya no tenía sentido utilizar ese chaleco y lo descartaron. Taborda se sintió inseguro esas dos semanas que tardó el trámite de conseguir uno nuevo. Usaba varias camperas, como si pudieran frenar un eventual disparo, aunque el frío invernal ya se había retirado.
Un miércoles, a eso de las diez de la mañana, llegó su nuevo chaleco a la oficina. Entre risas, prometió que lo iba a cuidar y que no lo usaría dentro de su casa.
Volvió a su casa con el chaleco puesto, y justo después de cerrar la puerta, se lo sacó. Fue al baño y se dio una ducha. Fue recién cuando salió, envuelto en la toalla y de camino a la pieza, que escuchó la explosión y sintió la quemazón en la espalda, a la altura del omóplato izquierdo.
Se dio vuelta y vio a Alan, que sonreía arrodillado donde comenzaba el pasillo, empuñando la reglamentaria.
