El Papa se sentó en un banco de la Basílica de San Pedro, de cara al altar, con la espalda apoyada en el respaldar y las manos entrecruzadas. Era casi la medianoche y había pedido que se lo dejara a solas. El momento no había sido planeado, sino un arrebato de ansiedad, una necesidad de sacarse de encima la cuestión que tomaba sus pensamientos.
Donar el oro del Vaticano para los jubilados argentinos, y también de otros países, cosa de evitar críticas envidiosas. Sería una revolución en la imagen de la Iglesia; una que no le hiciera perder poder, si la riqueza estaba en las cuentas bancarias. Pura ganancia con sus fieles y jaque a las demás religiones cristianas. Y, personalmente, pasaba a formar parte de los selectos personajes de la historia que torcieron el destino del mundo.
El aire tembló y el órgano vibró suave, como si todos los tubos sonaran al mismo tiempo. Las cruces del baldaquino y de la cúpula de la Basílica se encandecieron.
Al día siguiente, el Papa mandó a vender oro del Vaticano a gran escala y obtuvo un fondo de miles de millones de dólares en cuestión de apenas horas. Parte de esa suma fue repartida entre los sistemas jubilatorios de varios países.
En la Argentina, en contra de las intenciones del Papa, el dinero fue invertido en armamento para represiones a los incansables jubilados de los miércoles, que empezaron a multiplicarse a gran escala cuando se organizaron los bingos de protesta frente al Congreso.
Recién en la segunda bolilla del bingo, con la avenida Entre Ríos cortada de vereda a vereda, comenzó la avanzada de policías, prefectos y gendarmes contra la protesta, a puro golpe y gaseo.
En ese preciso instante, un regimiento de guardias suizos enviados desde el Vaticano, armados con espadas y alabardas, se presentaron a dar combate contra las fuerzas del gobierno.
Como si se tratara de una obra de arte más salida del propio Vaticano, los guardias suizos liquidaron, uno a uno, a todos los represores que habían atacado a los jubilados. Luego tomaron el Congreso y, en apenas una hora, las fuerzas del cielo lograron un aumento al haber jubilatorio, financiado no solamente con el oro de la Santa Sede, sino también con los salarios de todos los milicos fallecidos.
