—¿Querés ser un héroe? ¿O sos un maricón más? —el general masculló rabioso sin despegar los maxilares, al lado del oído de su subordinado y, sin esperar respuesta, gritó—. ¡Dale, carajo! ¡Hacelo mierda, hombre!
El hombre vestido de traje, entonces, al mismo tiempo que daba un salto hacia el frente, dio un bastonazo a la altura de las costillas al anciano atado, que colgaba del techo como una bolsa de boxeo, con las piernas recogidas como si levitara sentado. El sonido del palo seco contra la carne se mezcló con el grito del anciano.
—¡Bien! —festejó el general como si fuera un gol, contrayéndose sobre sí—. ¿Ves cómo se retuerce? Eso es que le diste bien.
El general se acercó a detener el cuerpo bamboleante del anciano para ver de cerca la marca del golpe en las costillas.
—Así que me querés desestabilizar el gobierno, hijo de puta, ¿eh?
—No… —apenas un hilo de voz salió del cuerpo del anciano.
—¡Sí, viejo de mierda! —gritó el general, de nuevo, con los dientes apretados. Solamente despegó los maxilares para escupir al anciano.
El siguiente minuto, solamente se escuchó el rechinar de la soga en la arandela del techo y la respiración profunda del viejo, casi inconsciente.
—¿Tenés hambre, viejo degenerado? —preguntó el general.
El viejo apenas asintió, casi imperceptible. El general agarró una planilla.
—Te faltan diez días todavía hasta la nueva ración. A ver si te trajeron algo… No. Se ve que tu familia no te quiere. ¡Llévenselo de vuelta al calabozo!
Otros dos hombres de traje entraron y retiraron al anciano a la rastra después de descolgarlo del techo.
—¡Viva la libertad, carajo! —se escuchó gritar al general, desaforado.

