En un primer momento, al presidente le había resultado extraño el nuevo diseño de interior en la recepción de la sede de la UIA. Un salón casi pelado de muebles, ornamentos y estilo. Luego pensó que, a lo mejor, la histórica organización industrial se estaba poniendo a tono con las medidas de austeridad de su gobierno, tal como él sugería. “Un aspecto minimalista puede ser mucho mejor que la ostentación del poder”, se convenció, aunque en su lugar hubiera hecho lo opuesto.
La comitiva que lo recibió también parecía reducida, como si se tratara apenas del arribo de un ministro. Entre comentarios sobre el clima y sonrisas verdaderas y falsas, condujeron al presidente hasta el salón donde debía exponer.
Algunos saludos más a gente que participaba de la organización del evento y un par de cholulos que no querían perderse una foto con el presidente, y luego, subió al escenario a dar la exposición.
Recién ahí advirtió que también era poca gente la que esperaba sus palabras en ese auditorio. Apenas algo más que la mitad de las butacas ocupadas, calculó el presidente a ojo. Aunque las condiciones estuvieran en su contra, no tenía otra opción que hablar para convencer a los presentes de sus ideas.
Comenzó el discurso refiriéndose al estado actual de la industria y los límites que la macroeconomía actual provocaba para el crecimiento y el desarrollo productivo. Habló de finanzas y mercados internacionales, mientras miraba detenidamente los rostros de los presentes.
Unos veinte minutos más tarde, luego de citar a Mises, Pareto y otros economistas desconocidos, dejó de concentrarse en los rostros de los individuos y advirtió, ampliando el panorama de su mirada, que el auditorio se encontraba más vacío aún.
—Hubiera jurado que éramos más hace un rato —hizo el comentario para descomprimir y salir del difícil enredo en que su discurso se había metido.
Qué extraño, pensó. No había visto ni oído a nadie levantarse para retirarse, ni siquiera la puerta se había abierto ni una sola vez. La gente simplemente se esfumaba, desaparecía como si fuera arte de magia.
Siguió su alocución intentando controlar los nervios que esa situación le provocaba y prefirió acompañar las miradas al público con lecturas a sus apuntes, cosa de no trabar su discurso y encontrar mayor confort psicológico.
Cuando terminó y levantó la mirada para dar los agradecimientos, advirtió que eran apenas dos personas las que quedaban. Esta vez tampoco recordaba que alguien se hubiera ido. Los aplausos de esos dos últimos oyentes se escuchaban solitarios en el auditorio. Un minuto más tarde, el lugar ya estaba vacío.
