246. Acantilado

13 de agosto de 2024 | Agosto 2024

Allá le dicen Paraíso, Edén o Más Allá, pero nunca le dicen “Cielo”. Es más, les parece estúpido, porque físicamente está para el otro lado. Me llevó un buen rato entender qué era ese lugar y por qué estaba ahí. Entre la muerte y la llegada al Paraíso hay un episodio que no se resuelve. Se siente como haber pasado una eternidad en pausa, o algo así. Creo que me envolvió algo parecido a la felicidad. Después, recién, se entra del todo.

El lugar es lindo y bien organizado y, según dijeron, cada uno lo ve como le gustaría. Para mí eran todas cabañas en un bosque, mientras un señor alto decía que lo veía como una playa hermosa, y una morocha dijo que para ella era un gran taller mecánico. Qué sé yo.

San Pedro apareció, de golpe, ahí al costado. Estaba desnudo y usaba una barba larguísima, frondosa y enrulada. Tiene una sonrisa contagiosa y una voz profunda sin ser demasiado grave. Nos mostró cómo funciona el Paraíso y cómo manejarnos con el resto de los habitantes.

Después nos llevó a un pequeño anfiteatro donde, aunque estábamos debajo de la tierra, había cielo y estaba soleado. Nos pidió a los ingresantes que nos sentáramos y le prestáramos atención.

—Ustedes vinieron acá porque sus vidas tuvieron algunas cuestiones para corregir o mejorar. Hay algo que tienen que aprender, para acceder a la siguiente etapa. Y siempre hay alguna enseñanza en la muerte, que ustedes deben revisar. No siempre es fácil detectarlo.

Aplaudió y una imagen apareció frente a nosotros. Era uno de los ingresantes, treinta años más joven, con una beba en brazos. Luego, otra escena del mismo hombre unos años más tarde, jugando en el jardín con su hija. Otra más: el día en que ella se recibió de economista, y a esa le siguió el día en que se casó. Y siempre ellos felices. Incluso al tener las manos apretadas, con él postrado al borde de la muerte. A todos nos enterneció y aplaudimos.

Entonces fue el turno de la siguiente: una médica, de buena posición económica, que había resignado un futuro garantizado de bienestar para ir a dar salud a pueblos perdidos en medio de la naturaleza, casi inaccesibles, que nadie sabía que existían. La última escena: su lecho de muerte en un sanatorio en la ciudad. Sola. Todos aplaudimos.

Después de ella, me tocó a mí. Verme con veinte años menos, con todos los pelos, me hizo sonreír. Estaba mi viejo, que me enseñaba a manejar. Cómo me puteó ese día. Pero eligieron las imágenes donde había risas. Buena gente la del Paraíso. Después con mi primer auto… cómo lo quería. Lo cuidaba más que a mí mismo. Y pasaron mi historia con todos mis autos.

Hasta que llegó el momento en que fui a comprar esas putas ópticas delanteras, cuando no tenía un mango. El mecánico dijo “mirá, esas son nuevas, salen una fortuna. Tengo, a un tercio del precio, éstas otras (en la imagen se veía que estaban deterioradas). Agarrá porque vuelan; excelente calidad”. Y yo dije que sí. Se escuchó en el anfiteatro alguna risa contenida.

La siguiente escena fue esa en que yo perdía el control del auto intentando encender las luces, perdía el camino de tierra y, casi ciego en la noche, me arrojaba desde un acantilado hacia el vacío.

—¡Ja! ¡Qué boludo! —se rio uno.

—Hasta yo me daba cuenta —contestó la médica.

Nadie aplaudió. Solo risas. Yo quise que, una vez más, me tragara la tierra. Y, aún en el Paraíso, era imposible.

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