Enrique Duprat estaba en su despacho en el anexo de la Cámara de Diputados, concentrado en un proyecto de ley que le había llegado por un contacto de la industria farmacéutica, cuando golpearon la puerta de su despacho. Después de aceptar la intromisión, se presentó frente a él su secretario, Facundo Lomiento, que apenas asomó medio torso entre la puerta y la pared.
—¿Qué pasa, Facundo? —preguntó Enrique, algo molesto por la interrupción.
—Eh… están pidiendo desde portería si por favor puede mover el auto… que, dicen, está en doble fila —contestó Facundo, tímido.
—Sí, lo dejé ahí. ¿Qué problema hay? Tiene el carnet del Poder Legislativo —Enrique hizo una mueca de asco y volvió a mirar los papeles frente a él.
—Claro, pasa que ahora… no se permite más. Dicen que van a llamar a la grúa, si no lo saca en media hora.
Enrique se quedó duro unos segundos.
—¿Grúa? —pareció rememorar un temor eterno escondido en su pasado y levantó la mirada hacia su asesor—. Hice toda mi carrera política para poder estacionar donde se me dé la gana. Esto es un avasallamiento a mis derechos de como legislador.
—Vienen por todo, doctor —lamentó Facundo.
—No van a quedar en pie siquiera los restos de la república si siguen así —se indignó Duprat—. ¿Qué esperan que haga uno? ¿Pagar un estacionamiento? ¡¿Buscar lugar para estacionar durante horas, días, meses?!
—Ahora son privilegiados los que no tienen auto —aseveró Facundo.
—Haceme un favor. Llamá a quien sea del oficialismo. Vamos a pedir un aumento en compensación. El presidente de la Cámara tiene más ganas de darlo que nosotros mismos.
Facundo salió y Duprat se quedó pensativo un rato largo, lamentando semejante pérdida.
