Hacía años que Paula se había cansado de su trabajo en una oficina pública, después más de una década de un trabajo rutinario y, en su caso, bastante mal pago y sin la estabilidad que gozaban algunos compañeros. La gestión empeoraba cada vez más y sus nuevos jefes no tenían buen trato con el personal. Por el contrario, se habían encargado de despedir a buena parte de la plantilla.
En ese marco, cansada de dejar ocho horas diarias a cambio de un salario que apenas cubría los gastos para subsistir y con un aumento de alquiler que la obligaría a endeudarse, se dispuso a iniciar su camino de emprendedora en el mundo de las artesanías. Como segundas opciones consideraba la venta de estupefacientes o el delivery de aplicación.
En un principio, la trampa fácil era firmar y escaparse de la oficina cuando no la veían. Pero, a medida que su proyecto avanzó, empezó a necesitar más tiempo. Para lograr su cometido sin ser despedida, necesitaba que alguien estampara su firma en la planilla de asistencia de la oficina.
Le pidió a Lourdes, amiga suya desde antes de entrar a trabajar a esa oficina, que le hiciera la segunda. Lourdes dudó e intentó esgrimir varias excusas malas, hasta que, como ninguna funcionaba con Paula, aceptó. La firma no era lo único: también tenía que dejar una cartera y algo de ropa en la silla de Paula.
Antes de firmar, Lourdes se cercioraba de que nadie la viera y, con una pésima imitación, copiaba la firma de Paula. Los nervios la tomaban por completo y su mano temblaba. Después de cada firma, sentía un alivio fenomenal y su rostro pasaba del color rojo al blanco de su piel original.
Las primeras semanas, el plan funcionó. De los cinco días de la semana, Paula iba dos o tres. Luego, apenas uno. Hasta que su jefe empezó a completar la pregunta de “¿alguien sabe dónde está Paula?” con un “no está nunca esta hija de puta”.
Eso empezó a poner más nerviosa aún a Lourdes que, al ser la única amiga de Paula que no había sido despedida en la oficina, se sentía apuntada por el resto como la portadora de la respuesta.
—Amiga, no puedo segundearte más con esto de la asistencia —le susurró a Paula el único día que fue a la oficina.
—Dale, Lou, por favor te pido. Después te regalo algunos cuencos de cerámica —sonrió Paula como si fuera una oferta imposible de rechazar.
—¿Y qué hago con los cuencos? —titubeó Lourdes.
—Los usás, los vendés… no, bueno, venderlos no, porque me vas a competir. Usalos. O regalalos —Paula levantó el hombro derecho.
—Bueno, está bien. Pero vos también tenés que ayudar. Yo vengo haciendo trabajo porque no estás nunca, y me lo encajan a mí… Te sigo firmando con la condición de que vos hagas lo tuyo.
—Dale, amiga. Sos una genia, mil gracias —contestó Paula, y empezó a juntar cosas antes de escaparse.
