213. El dueño de la pelota

10 de julio de 2024 | Julio 2024

Antes no había tantas pelotas como ahora. O sí, pero de trapo, de medias, que duraban más que las de papel. La pelota no fue una cosa común hasta las últimas tres décadas del siglo pasado. Las anteriores no picaban. A lo mejor eso obligó a que en estas tierras haya tanta gambeta. Habrá nacido en los picaditos en la calle y se perfeccionó en el potrero cuando aparecieron las verdaderas redondas para reemplazar a las imperfectas esferoides espumosas. No sé, digo yo…

Cuenta la historia que cuando empezó a llegar el fútbol desde los barcos que cruzaban el Atlántico, casi no había pelotas. Incluso las clases altas, que podían acceder a ellas, en general, no tenían. Si lo importante era el turf.

Pero en el caso del Saint Alfred College, el fútbol era furor. Tanto que el enorme predio del colegio contaba con dos arcos. Todo gracias a que Óscar Edwards (aunque solamente en su casa le daban la acentuación inglesa), cuya familia provenía de Liverpool, había recibido de regalo por parte de su tío una pelota y las instrucciones para practicar el fútbol.

Al tío, en realidad, no le gustaba el fútbol, pero había pensado que, a lo mejor, al bueno de Óscar podía gustarle, y tuvo razón. Ni bien aprendió, llevó la pelota a la escuela y se armó tremendo revuelo. Al principio no jugaban en equipos, era medio centenar de chicos corriendo atrás de una pelota, pateándola a cualquier lugar.

La popularidad de Oscarcito creció en el “college”, tanto que un día decidió dejar la pelota allí. Era su manera de compensar que, a pesar de haber sido el primero en aprender el juego, no se destacaba por su habilidad, sino por carecer de ella. Y puso una regla: él siempre debía participar del juego.

En general, por el motivo que fuera, se le respetó esa decisión y la pelota no se usaba sin él. El resto de los jugadores debía rotar. Él no. El dueño quedaba en cancha. Todo el recreo, todos los recreos.

Hasta que llegó el día en que Óscar salió al patio y vio que sus amigos, y otros que simulaban ser sus amigos, lo habían traicionado. Pateaban, se reían, se gritaban. Eran felices sin él. Y podían hacer exactamente lo mismo, y mejor.

Entonces, Óscar, lleno de ira, de envidia y de cuanto pecado capital haya, se lanzó en carrera hasta llegar a la pelota y abalanzarse sobre ella. “¡Mano!”, gritó alguno. Óscar se levantó y, con la pelota apresada contra su cuerpo, anunció: “si vuelven a jugar sin mí, la pincho”, y se fue caminando rápido.

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