A lo largo del tiempo, los pueblos han construido su idiosincrasia a través de las historias y relatos transmitidas entre generaciones. Podía darse alrededor de un fuego en la noche antes de dormir, o de día, cuando padres y madres se encargaban de las tareas de subsistencia y desarrollo, y los más chicos quedaban al cuidado de los ancianos, que ponían en palabras esos cuentos que explicaban la realidad.
En el lof, la ya anciana Mañke era la encargada de contar las historias. Tenía buena memoria, y una aún mejor capacidad de instalar el suspenso, algo que había entrenado desde su infancia para llegar a ocupar ese rol. Sentía que, de esa manera, su pueblo y sus tradiciones permanecerían intactas para siempre.
Una tarde, mientras los hombres regresaban de la pesca, y la mayoría de las mujeres empezaban a preparar la cena luego de haberse encargado de las aves de corral y de los cultivos, Mañke convocó a los niños para un relato:
—¿Saben ustedes la historia del lonko y el zorro?
Algo más de diez niños y niñas que jugaban o se encargaban de poner en condiciones las lanas y cueros se acercaron a su alrededor para escuchar las palabras de la anciana.
Küdell tenía doce años, pronto sería parte del grupo de hombres encargados de la caza y la pesca, pero todavía pasaba sus días entre los más pequeños del lof. Aliwe era más chica, tenía nueve años, y sentía una gran atracción por Küdell, al que perseguía para jugar. Le gustaban su fuerza y su sabiduría, además de que era paciente con ella. Se sentaron en lugares enfrentados, a los costados de Mañke.
—Caupolicán era lonko cuando las araucarias del cerro oscuro apenas tenían la altura de una mara. Un niño de la edad de Millarray —Mañke señaló y miró a una niña frente a ella— se había perdido en el bosque mientras él y sus amigos perseguían a un zorro gris. Aunque los días eran cálidos, las noches eran heladas y el viento puelche amenazaba cerca, trayendo consigo una helada desde el este… Ningún niño sobreviviría algo así —lamentó Mañke—. Los hombres intentaron encontrar al niño, pero luego de dos días de búsqueda volvieron sin noticias.
—¿Dónde se había perdido? ¿En el cañaveral? —preguntó un niño.
—Exactamente, en el cañaveral —contestó Mañke para complacer la propuesta del niño—. Todos los hombres volvieron, salvo uno.
—¡Caupolicán! —se apuró a completar una niña.
Justo entonces, Küdell se apartó del grupo. Cuando Aliwe lo vio, salió tras él, ignorando a su hermana que le gritó para que se quedara.
—¿No vas a escuchar la historia? —preguntó Aliwe.
—Mañke siempre cambia los personajes, pero las historias terminan igual —contestó Küdell—. El animal que sea, esta vez el zorro, ayuda al lonko, Caupolicán o Lautaro o quien toque, a lograr su objetivo. A veces es encontrar un niño, otras veces refugio o alimento.
—¿Y a dónde vas? —preguntó Aliwe.
—A trepar el árbol —contestó Küdell—. Estás invitada, yo te ayudo a subir.
Aliwe se quedó seria un minuto, debatiéndose entre seguir a su admirado o volver a escuchar una historia cuyo posible final le acabaran de arruinar.
—Voy a escuchar la historia de Mañke. Tal vez no termine como siempre, o tal vez aprenda algo de los zorros grises —contestó y volvió corriendo al círculo reunido alrededor de la anciana.
