Ya venía cabreado por toda la situación. La sequía, los pagos, qué sé yo qué cosa. Decía desde antes que había que ajustar el cinturón, que la mano venía brava. Y que no alcanzaba para todos. Ahora, peor todavía. Estaba que sacaba fuego hasta por las orejas. Ya la Anita me había dicho, que ahí en la casa, se estaba poniendo bravísimo. Era cuestión de días nomás que llegara hasta nosotros.
A mí me agarró en el granero. Bravísimo. Yo había ido a buscar nomás las cosas pa ensillarle la yegua, y no va que cuando encuentro la montura que al patrón le gusta más, siento una suela en la espalda que me empuja. De cara me fui contra un el tablón de madera en la nariz. Ay, la puta. Me doy vuelta y lo veo:
—Eulogio, mi querido —me dice pero con los dientes apretados—. Ya habrá escuchado las novedades.
—¿Qué cosa, patrón? —le contesté—. Me lastimó.
—¿Así que yo te lastimé, Eulogio, eh? ¿Y vos a mí, qué? ¿Y vos a mí, qué? —repitió.
—Si no hice nada… —contesté bajito, como de costado.
—¿Cómo te da la cara, Eulogio? ¿Hace cuánto que estás acá? Y todavía más, tu familia, Eulogio. Desde tu padre. Vos te criaste acá, con mi abuelo todavía vivo.
—Don Isidoro, Dios lo tenga en la gloria —contesté para honrarle la memoria.
—Y así le querés pagar ahora: fundiendo a tu patrón.
—No, patrón, por favor…
—Sí, Eulogio. Sí. Eso estás haciendo, me querés fundir.
—De ninguna manera, don Isidoro.
—Entonces, ¿por qué yo me endeudo por tu culpa?
—¿Cómo, patrón? Si yo lo que…
—¿Qué? A ver, hablá —y me sacudió un manotazo.
—No… que me lo gano… trabajando.
—Ah, ¿sí? Entonces tu sueldo crece de las plantas, sale entre toda la cosecha está tu sueldo, no, ¿Eulogio? Mirá vos. Al final, el ignorante era yo, ¿no es cierto?
—No, patrón, si yo no…
—Callate, Eulogio, no me hagas arrancar con el rebenque.
—No, patrón, por favor —contesté aunque ya sabía lo que venía.
Y aunque dijo que no, lo agarró igual. Yo ya, de reflejo, me puse como agachado. Y un poquito me cubrí la cabeza, la cara. Por lo menos para que la Raquel no se diera cuenta, nomás. Empezó:
—¿No sabés que para pagarte el sueldo me tengo que endeudar? —dijo fuerte apretando los dientes y estirando el cuero al lado de mis ojos.
—No, patrón, disculpe si le deb…
Y pegó un rebencazo en el piso que casi me hace saltar.
—Pero qué maricón —dijo—. No te puedo pagar estos meses, Eulogio. Si te pago, nos fundimos, ¿entendés? Y la vamos a sufrir todos. No querrás que la Juanita la pase mal por tu culpa, ¿no?
—No, señor.
—Siempre es mejor que la sufra uno antes que muchos, ¿no, Eulogio?
Y aunque yo le había hecho que sí con la cabeza, me pegó un rebencazo en la pierna que me dejó rengo, con el muslo negro.
