193. Absurda lealtad

21 de junio de 2024 | Junio 2024

Nicolás Basualdo era tan leal que en su juventud le decían el perro. Un tipo capaz de dejar a un costado cualquier interés propio con tal de ayudar a alguien querido que necesitara de su colaboración. La amistad era, para él, lo único importante. Por un amigo era capaz de casi lo que sea. Eso sí, era muy celoso con el afecto. A cambio de ser el amigo que bancara en todas, exigía de manera tácita que se le retribuyera en amor y en presencia en cumpleaños, fiestas, partidos de fútbol o lo que él necesitara.

 Para su cumpleaños de treinta y siete, Nicolás quiso festejarlo en un bar donde le dieron un espacio cerrado enteramente para él. Convocó a algunos compañeros del trabajo con los que tenía buen trato y a su grupo de amigos de siempre, salvo a uno al que ya le había hecho la cruz.

A modo de broma, sus amigos organizaron que nadie fuera al cumpleaños hasta pasada una hora y media de la convocatoria. Nicolás, solo, mandaba mensajes que no entraban, hacía llamados donde daba el contestador. Cuando los invitados entraron todos juntos, encontraron el lugar vacío. Nicolás se había ido. La moza dijo que había estado llorando una hora hasta que se fue.

Con el alma partida y la soledad carcomiéndole los pensamientos, al igual que cuando había quedado huérfano a los diecisiete años, armó un bolso con lo indispensable, regaló su celular a un linyera, sacó un pasaje a Neuquén, y se fue a vivir ahí.

Consiguió trabajo y lugar donde vivir en una pizzería. A la noche corría las latas de tomate y tiraba una colchoneta al costado del horno. El local era diminuto, tenía la cocina, un baño pequeño, un mostrador y dos banquetas. Lo suficiente para Alejandro Tamborini, que quería probar suerte con su nuevo proyecto.

Al mes de trabajar ahí, Nicolás ya sentía que le debía a Alejandro mucho más que la miseria que él le pagaba. Una semana más tarde, salieron juntos a un bar, donde Alejandro se puso en pedo y le pidió que lo acompañara a hablar con dos chicas que estaban ahí.

Con la conversación entablada, Alejandro parecía querer ser el centro de atención que atrajera a las chicas. Un comentario de Nicolás las hizo reír y, entonces, el temple de Alejandro cambió.

—¿Quieren ver cómo este boludo me obedece en todo? —preguntó Alejandro y la cara de Nicolás se puso seria—. Nico, parate ahí —y él lo hizo—. Ahora bajate los pantalones y da vueltas.

Las chicas no entendían del todo, pero Alejandro se reía y Nicolás obedecía. De alguna manera, el juego parecía consentido. Nicolás forzó una sonrisa y caminó por todo el bar con los pantalones en los tobillos. Después, Alejandro le hizo confesar que era homosexual, aunque no lo era, y lo obligó a afirmar cosas sin sentido que solamente lo hacían quedar como estúpido.

Cuando las chicas se fueron, Alejandro le echó las culpas a Nicolás de su fracaso en el levante, y le pidió que lo llevara hasta la casa. Nicolás obedeció y Alejandro no lo invitó a pasar a dormir ni a pegarse una ducha. Nicolás, víctima de su propia lealtad, caminó bajo el frío neuquino unas treinta y siete cuadras hasta la pizzería, y agradeció a la vida la oportunidad que Alejandro le daba.

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