El gobierno estadounidense había sido muy claro: su tradición dictaba que los proyectos a ejecutarse en América Latina estaban sometidos a que, al menos, un porcentaje relevante de la población creyera que el apoyo a brindarse fuera necesario. Se hacía inevitable, entonces construir un relato sólido por el cual fuera el pueblo mismo el que reclamara la colaboración extranjera. El trabajo sucio siempre lo hace el empleado.
En ese marco y sin la posibilidad de alimentar más el fuego de Los Monos rosarinos sin provocar un posible estallido que terminara en condiciones más desfavorables para el gobierno, la ministra decidió encargarse por sus propios medios de encontrar la solución adecuada.
Además, el negocio del narcotráfico estaba un tanto apropiado en la Argentina y no había mucho lugar para que ella metiera las manos. Hacía falta importar algo nuevo, que prendiera rápido y le sirviera en bandeja los dos negocios: el delictivo y el legal que resolviera el anterior.
El Salvador se presentaba como una propuesta redonda y la ministra partió hacia ahí con la excusa de buscar los métodos más novedosos del mundo. Recorrió las nuevas cárceles donde disfrutó las violaciones a los derechos humanos y, aprovechando el alineamiento del gobierno local con la extrema derecha estadounidense, solicitó traerse como souvenirs algunos de esos pintorescos pelados repletos de garabatos en la piel.
El gobierno salvadoreño contestó que los líderes ya habían acordado con ellos su libertad, por lo cual estaban ocupados; pero que, del resto, podía la ministra elegir a los dos que más le gustaran.
Fiel a su estilo chabacano, la ministra organizó en el penal una competencia de pelea a mano limpia entre los miembros de la segunda línea de la organización criminal. Había solo dos reglas: sin elementos y cada competidor debía tener, al menos, un gramo y medio por litro de alcohol en sangre. Ella invitó las bebidas y, en menos de una hora, el patio central del penal se había convertido en un cuadrilátero de combate.
Pasada la tarde, en el momento en que la noche se apoderaba de todo el país, la ministra ya tenía a sus dos ganadores. Hombres cubiertos de sangre y tambaleantes, un tanto por los golpes, otro tanto por el alcohol, que apenas se mantenían en pie.
—Digan sus nombres —se levantó la ministra de su asiento y se dirigió a ellos.
—Jacinto Villanueva Ramírez —dijo el primero.
—Pedro Iván Ortega Castro —contestó el otro.
—A partir de este momento, ustedes son los jefes de los patos argentinos. ¿Está claro?
Y, aunque las dos maras salvadoreñas debieron contener la risa, unos minutos después tenían un nuevo tatuaje sobre la piel: un pato humanizado levantando dos revólveres. Así, y escondidos dentro de valijas, viajaron hasta su nuevo país de origen, donde empezarían su nuevo trabajo, en la cartera de seguridad.
