Los días se le hacían eternos, extenuantes. Algunos decían que tenía que volver a pelear como antes; otros, que era mejor retirarse con el recuerdo todavía vivo de las grandes hazañas y abrazar el presente y futuro como lo que parecía ser: un ex boxeador. Roque “La Roca” Rímoli, echado en el sillón, con los brazos bajos, en cuero frente al débil ventilador, sentía pena de sí mismo.
“La vida son tres rounds”, repetía con aires de sabio como si la frase tuviera algún sentido, logrando apenas que se notara el efecto de los golpes en la cabeza sufridos durante su carrera. A esa altura ya era famoso, campeón del mundo dos veces. Eran sus épocas de gloria, en las que la experiencia le había enseñado a cubrirse bien de los golpes y manejar casi como un arte el descifrado del punto débil del rival.
No había hecho una gran fortuna, pero para él alcanzaba y sobraba. Podía haber sido mucho más grande, haber roto todos los estándares del estrellato existentes hasta el momento. Los estadios se llenaban hasta la asfixia para ver el cuerpo gigante de La Roca balancearse, pesado, y tirar piñas brutales de sus puños del tamaño de melones. Tan fuerte era su imagen al punto que corría el rumor de que debajo del Luna Park habían mandado a construir un camerino solamente para él, escondido en el sótano y desde donde, mediante un moderno sistema de ventilación, podía escuchar al público.
Pero la historia, una vez más, resultó ser la del éxito derrochado y el final en la miseria. Y todo en un breve período menor a diez años. Después de ganar su segundo título del mundo de pesos pesados, La Roca empezó a decaer en su nivel profesional al mismo tiempo que empezaban a aparecer deudas y problemas económicos. Algún negocio frustrado, alguna cama que le había valido un quinto de su pequeña fortuna y la siempre repugnante junta de amigos del campeón que aprovechan las mieles hasta volar cuando no quedara nada más para chupar. Ahí sintió que no tenía más opción que apostar a la derrota. Venderse, más o menos caro, según el caso. Era más fácil arreglar el round en el que había que caer y embolsar una buena plata que esperar ganar siempre y pelear por títulos.
Como no tenía que perder toda su reputación para no disminuir tanto el precio de su propia caída en la lona, negociaba dos de cada tres peleas. Siempre eran dos derrotas y una victoria, a veces alternaba el orden. Pero aún así, la fama no era la misma que antes. Ya se empezaba a correr la bola de que se vendía y las expectativas empezaban a caer. Hasta lo boludeaban en la calle cuando lo veían y ya casi no le pedían autógrafos.
En la mesa, pisado por un cenicero para que el ventilador no lo volara, estaba el papel donde había anotado nombre y número del representante de la siguiente pelea. El teléfono lo esperaba ahí, paciente, para que levantara el tubo y marcara los números. Pero Rímoli, esa misma tarde, después de tomarse un whisky, decidió dejar las vueltas y volver a subir al ring con aires de campeón.
