Daniela estaba nerviosa. Hacía muchos años no le presentaba un novio a Matilde, su madre. Es verdad que, desde el último, hacía unos cuantos años atrás, no había vuelto a tener novio, lo que se dice novio. Pero algunas parejas le habían durado un par de años, y podía haberlos presentado tranquilamente. Eso, claro, si no fuera porque su madre siempre se las ingeniaba para hacerla quedar en una situación incómoda.
Matilde ya sabía que era por su culpa que no le presentaba a sus novios o parejas. Claro, para ella no era tan grave decir que su hija se había hecho pis en la cama hasta los catorce años, o relatar esa navidad en que informó a la familia entera de la primera menstruación de Daniela, imprevista como toda primera vez, y terminó usando una bombacha de su abuela, anudada a los costados de su cintura.
En cambio, para Daniela era un suplicio. La previa al momento en que ella quedara expuesta era eterna. Los nervios la tomaban por completo. Y, una vez que pasara el comentario para ella desafortunado, había aprendido que no debía relajarse, dado que siempre había tiempo para uno más.
Gonzalo le había insistido para conocerla. A sus casi cuarenta años quería encaminar su proyecto de vida con Daniela, y para eso había casi exigido conocer a su suegra. La cena era en la casa de Matilde, como para poder retirarse sin previo aviso en caso de que hiciera falta.
Todo venía muy bien: la comida riquísima, y las risas ruidosas; Matilde estaba un poco copeteada y se la veía rozagante. Daniela ya bajaba un poco la guardia y pensaba que, por fin, su madre había aprendido a ubicarse cuando, sin motivo particular, a Matilde se le ocurrió sacar los viejos álbumes de fotos.
—Ay, nena, ¿te acordás de este cumple tuyo? El del pelotero ese inmenso, que tu padre había conseguido gratis. Cómo me hiciste quedar —dijo con una mano en la cabeza mientras la otra exhibía la foto—. Ay, Gonzalo, la novia que te conseguiste… En un momento se empiezan a ir algunos chicos, ya era tarde, estaba terminando el cumple. Y le digo “Dani, andá a la puerta así los despedís vos”. Y al rato voy y veo que la mesa donde estaban las bolsitas para los chicos, estaba igual que antes, y ya se habían ido, no sé… quince pibes.
—No, ma, que… —intentó interrumpir Daniela.
—Dale, Dani. Dejala que cuente — Gonzalo intentó relajarla.
—Y yo le digo “Dani, no te olvides de las bolsitas que se van a ir sin nada los chicos”. Claro, después quedábamos como unos angurrientos nosotros, tus pobres padres. Y ella dice “uy, sí, cierto, ma”. Bueno, termina el cumple, todo fantástico, y cuando nos vamos, la mesa de las bolsitas estaba vacía. Al otro día, que era lunes, vuelve de la escuela con una nota en el cuaderno…
—No, pero no fue así —Daniela levantó una mano e intentó tapar a Matilde.
—¿Qué no va a haber sido así? Me lo acuerdo perfecto. ¿Sabés por qué la habían retado en la escuela? Porque en el recreo había montado un kiosco con un amigo, Emilio, donde vendían las golosinas a mitad de precio, ¿a vos te parece? Esta piba, qué angurrienta, siempre buscando el negocio. Tremenda. No sé a quién salió, te juro.
—A vos, menos mal que no mamá —contestó Daniela con una cara de culo imborrable, y se levantó de la mesa.
—¿Qué? ¿Dije algo malo? —le preguntó Matilde a Gonzalo—. Pero si es una pavada, una travesura…

