182. Los desestabilizadores de siempre

10 de junio de 2024 | Junio 2024

El viejo Vladimir había llegado a Argentina a los veintiséis, en 1980. Había sido enviado por el gobierno soviético de Brézhnev, en un intento de recomponer la posición dominante la URSS a nivel mundial, mientras su economía se estancaba y el régimen, víctima de su propia burocratización, se ocupaba de destruir lo alcanzado décadas atrás. La tarea de Vladimir consistía en robar información de avances científicos y tecnológicos que le permitiera dar un salto vital a la economía soviética.

En aquel entonces, Vladimir era un joven agente de la KGB, hijo y nieto de obreros industriales de San Petersburgo que habían ocupado las filas de Lenin (su abuelo) y Stalin (su padre), con importantes diferencias políticas entre sí y un historial de peleas a causa de ello, que se habían zanjado con la muerte de su abuelo en 1975.

Tras la muerte de Brézhnev en 1982, su sucesor, Andrópov, quien había sido jefe de la KGB desde 1967, dejó que Vladimir continuara con sus tareas en línea directa con él, a escondidas del resto, incluso de la KGB. Cuando Andrópov falleció en 1984, Vladimir quedó sin contacto con la Unión Soviética, donde su familia y su Estado lo consideraban muerto, y decidió permanecer en la Argentina.

Ya sin las órdenes de la KGB, Vladimir quedó librado a su suerte. Soñaba con una revolución comunista en el suelo argentino; algo prácticamente imposible después de la dictadura genocida, aunque se mantenía una cierta base de estructuras políticas que levantaban las banderas del socialismo.

Décadas más tarde, Vladimir desarrolló una teoría nueva: el sujeto revolucionario no era el obrero ocupado, sino el jubilado. Él había formado un grupo en el Centro de Jubilados y Pensionados de San Fernando, donde algunos habían sido militantes durante los años sesenta y setenta.

Los convenció de que su poder residía en el impacto sobre la estabilidad fiscal del Estado, y que la coordinación de los jubilados podía dar nacimiento a un nuevo sistema: el jubilismo.

Tenían como bandera a Norma Plá, pero se diferenciaban de las agrupaciones de jubilados vigentes. Habían armado ellos el proyecto de ley de aumento de las jubilaciones y, gracias a su insistencia, lograron asegurarse de que el proyecto saliera por amplia mayoría.

Una vez aprobado el aumento, jubilados y jubiladas saldrían en masa a comprar dólares, como suelen hacer los tan afortunados ancianos de nuestra sociedad, provocando la disparada del precio del billete verde, y una crisis fenomenal que dejara al gobierno en retirada. Luego, los casi seis millones de jubilados tomarían las calles y el poder.

Pero no contaban con la astucia del presidente. “Les voy a vetar todo, me importa tres carajos”, había dicho. De esa manera, los mercados, que ya sabían lo que sucedería con el aumento a los jubilados, pudieron relajarse y sentir que, por suerte, habían ganado una batalla más, esta vez por poco, contra los desestabilizadores de siempre.

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