“¿De qué república me hablan? ¡¿No ven que yo soy el emperador?!”, había gritado el bufón del pueblo ante un público que lo rodeaba en la plaza con risas estruendosas, mientras lo señalaban. Se mofaban de él, de su cabeza adornada con un nido de carancho, de su pequeña estatura y de sus diminutos pies que no calzaban en sus zapatos gigantes y debía recolocarse a cada paso. Volaban objetos hacia el bufón y hacia otros miembros del público, por eso a veces sus actuaciones terminaban en batallas campales.
Quizás porque a algunos les parecía divertido, o algo así, un día el bufón quedó a cargo del gobierno y, de esa manera, del destino del pueblo que se mofaba de él. ¿O se reía con él? Su aturdida conciencia no llegaba a discernir. Le atormentaban las pesadillas recurrentes en que el público se reía tanto que la risa se tragaba su cuerpo hacia una oscuridad donde lo cubrían decenas, cientos, miles de golpes.
“Tengo que salvarlos, así me querrán”, pensaba el bufón, antes de corregirse unos segundos más tarde: “tengo que hundirlos, así me respetarán”.
Cuando el pueblo suplicó alimento para que los ancianos no fallecieran, el bufón apeló a su viejo latiguillo “¿no ven que no tengo nada?”, pero ahora lo decía sentado en la tapa de un cofre lleno, rebalsado de riqueza.
El pueblo contestó que le pidiera a quienes se habían apropiado de la tierra, que tenían fortuna y alimento de sobra. El bufón, siempre bufón, acostumbrado a obedecer al poder, con un grito rabioso acusó al pueblo de degenerado por siquiera pensar algo así, cagó en su mano derecha y arrojó la mierda a quienes antes conformaban su público.
Mientras tanto, su pesadilla recurrente se intensificaba en todo: las risas, la oscuridad, los golpes. El bufón, cegado en su enojo, mandó a tener a pan y agua a muchos súbditos, entre los cuales varios habían reclamado y quienes, él pensaba, eran las risas de su pesadilla.
Con su crueldad logró que el pueblo lo detestara aún más. Al mismo tiempo, algunos aliados lo invitaban a sus castillos a las afueras, donde lo hacían sentir rey unos minutos y luego le reclamaban medidas durante horas. El bufón acataba.
Pero no dormía. Apenas conciliaba el sueño, la pesadilla lo tragaba y lo escupía de vuelta en la realidad. Se quedaba dormido, como un insomne, en medio de cualquier tarea; apenas minutos. De esa manera, su mente y cuerpo lo obligaron a abandonar su función.
Entonces, cuando decidió volver a la plaza a hacer su acto, lanzó su latiguillo. “¿No ven que no tengo nada?”, mendigó ante la distancia del público que no lo rodeaba como antes. Uno de los que él había sometido a pan y agua, al verlo, se acercó y lo empujó. El bufón cayó sobre la bosta de un caballo, y entonces su pesadilla se hizo realidad: primero las risas, luego la oscuridad y, por último, los golpes.


