El fin de año encontraba al ministro con ganas de festejar todos los días, como si al comenzar el siguiente sucediera algo más allá del cambio de calendario. Ni siquiera tenía esa zanahoria que casi el resto de los mortales perseguía entre marzo y diciembre: las vacaciones de verano. En su caso, porque la gestión acababa de comenzar, y no le otorgaba la posibilidad de ejercer el tan festejado derecho. De alguna manera, quedaba en pie de igualdad con todos aquellos que no se irían de vacaciones por imposibilidad ante la pésima situación económica que ya se advertía en la baja ocupación hotelera en comparación a años anteriores.
Tampoco tenía algún motivo familiar que ameritara un festejo extraordinario. Sí, en términos personales, era motivo de alegría para él su retorno a la función pública y a cargo de una cartera relativamente importante, con un nivel de exposición destacado. De cualquier manera, no habían motivos por los cuales se pudiera justificar la segunda medida de whisky al mediodía mientras supervisaba la aplicación del protocolo represivo frente a la protesta pacífica de los trabajadores.
El problema, para el caso, no era el alcohol sino el borracho: el ministro tenía un gusto particular por la pelea. En su tiempo libre miraba películas de guerra, sus favoritas, y cuando no sabía cuál elegir, se dedicaba directamente a peleas de vale todo, o directamente callejeras, y algunas también de barrabravas o de enfrentamientos policiales.
Ese mediodía había llevado, además de su whisky personal, unos espumantes para compartir con el resto de los que verían el operativo policial a través de las pantallas. Y, además, había llevado a su sobrino, de dieciséis años, que ya estaba en vacaciones del colegio.
Al ver la diferencia numérica, el ministro había preferido, como un depredador, esperar a que las condiciones fueran favorables para su equipo, el uniformado. O, al menos, alguna provocación por parte de los manifestantes que le permitiera desplegar la totalidad de su fuerza incluso a riesgo de perder.
Había mandado a comprar drones para poder tener distintas tomas, de modo de tener su propio film bélico como los que tanto le gustaba ver en el sillón de su casa.
—Esperamos el despeje y reestablecemos el tránsito con orden —había indicado mediante radio un funcionario a su cargo.
—¿Qué? ¿Así nomás? —levantó él la voz en respuesta—. No, no. Vinimos al pedo, ¿entonces? La gente que está en la casa quiere un poco de acción, Bermúdez. Esperemos a que se vaya una buena cantidad y después, cuando queden pocos, apretamos.
—Pero entonces vamos a cortar nosotros.
—Bermúdez, es una orden.
La escena esperada sucedió cuando ya terminaba su cuarto whisky, aunque fueran las dos de la tarde. Desafortunadamente para él, no hubo más que algunas escaramuzas, en las que alentó al grito de “y pegue, y pegue, y pegue, poli, pegue”, y pudo anotar en el contador la cantidad de bajas de cada lado (detenidos del lado protestante y heridos del lado de la policía)
Para terminar la jornada, brindaron con los espumantes (en su caso con la botella en la mano, el resto con copas), al grito de “viva la libertad, carajo”.
