16. Magia

17 de febrero de 2024 | Diciembre 2023

A Lucho se le daba por la magia. Nada le atraía tanto, ni siquiera el fútbol, aunque su padre lo llevara todos los fines de semana a ver al Bicho, que a mediados de los noventa, a pesar de un descenso y temporadas paupérrimas, también se dio el lujo de tener jugadores de buen pie, algunos jugadores de selección y algunos que luego levantaron títulos en varios clubes, a ambos lados del océano Atlántico.

En aquella época se había puesto de moda el mago norteamericano David Copperfield que llegaba mediante la televisión a todos los hogares argentinos con extravagantes trucos que requerían presupuestos exorbitantes. Lucho insistía a sus padres para que lo llevaran a ver al ilusionista número uno del mundo, y no le alcanzaban las explicaciones que le daban para no llevarlo a Las Vegas. “Nosotros no tenemos plata”, le decían, pero él insistía hasta el berrinche, aunque ya estuviera en la adolescencia. Sus padres no comprendían el nivel de infantilismo. Él no tenía ningún tipo de retraso madurativo ni nada por el estilo.

En su cumpleaños de dieciséis, su padre decidió darle una sorpresa. René Lavand iba a presentarse en un teatro porteño, algo que el ilusionista ya no solía hacer debido a su edad. Cuando Lucho vio el regalo envuelto pensó que se trataba de billetes. “Seguramente los necesarios para llegar a Las Vegas y ver a David”, se ilusionó, pero no fue así. Y fue grande su decepción cuando vio que eran entradas para el teatro. No le gustó el espectáculo de Lavand. “Los mancos no saben hacer magia”, sentenció en contra de lo que sus propios ojos habían presenciado esa noche.

Para la navidad de ese año, su padre le compró un juego de magia. Una caja en la que se presentaban todos los elementos que cualquier niño ilusionista quisiera para dar sus primeros pasos, junto con instrucciones para lograr los trucos y “sorprender a toda la familia”, como rezaba la caja. Fue una navidad única. Su padre se quitó de encima la culpa de haber decepcionado a su hijo llevándolo ver a uno de los mejores magos argentinos y Lucho sintió que así iniciaba su carrera al estrellato. No iba a ver a David Copperfield, iba a ser como él.

Pero algo en su ansiedad y la distancia que existía entre lo que veía en la tele y lo que el juego le permitía hacer, le resultaba desalentador. Por eso, para el cumpleaños de su hermana menor, unos meses después, Lucho decidió hacer un truco para cautivar a toda su familia. El diseño fue enteramente suyo: consistía en pedirle la billetera a un invitado, a la cual, tras pasarle un pañuelo rojo por encima, desaparecía de la mesa que estaba cubierta por un mantel negro. En realidad, consistía nada más que en dejar caer una tela negra (escondida debajo del pañuelo rojo) sobre la billetera, de una forma prolija en la cual quedara mimetizada con el mantel.

Una vez que tuvo la atención de todos y ensayó una presentación bastante berreta que le aplaudieron por cariño más que por emoción, Lucho solicitó a su padre, cómplice, que le prestara la billetera.

—Ahora la ven, es una billetera común y corriente, llena de dinero, como podrán observar —dijo mientras la exhibía—. Y ahora, gracias al uso de mis poderes… —dijo mientras la cubría con las dos telas que sacudía hasta dejar caer una con casi nada de prolijidad sobre la billetera—. Ya no la ven.

La familia, que sí veía una tela de un negro gastado que contrastaba con un mantel de un negro más oscuro y, además, parte del cuero marrón que se apreciaba del lado de los espectadores porque no había colocado la tela con la prolijidad necesaria, aplaudió con entusiasmo, al mismo tiempo que su padre fingía haberse convertido en pobre y estar preocupado por la billetera.

—Ahora la ven —dijo al “deshacer el hechizo”—. Ahora no la ven —se emocionó al repetirlo.

Después volvió a hacer el truco, pero con las billeteras otros invitados en la fiesta, hasta que se cansaron y perdió la atención de casi todos, salvo su hermana. Al finalizar la noche, cada invitado, ya en su casa, se dio cuenta de que las billeteras estaban vacías.

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