El pueblo se había quedado a oscuras. Por algún motivo desconocido, la corriente eléctrica había dejado de funcionar minutos antes de que llegara la noche. Acompañados por linternas y velas, un par de vecinos intentaron buscar una solución acomodando unos cables que, suponían, tenían parte de la responsabilidad de la caída energética. Probaron varias ideas de las que ninguna dio resultado, zafaron de recibir alguna descarga intempestiva o quedarse pegados, y abandonaron la tarea pasada la medianoche para volver, desilusionados, a sus casas.
Al otro día, tras diversas comunicaciones entre vecinos y vecinas, y después de probar todas las alternativas que se les ocurrían, definieron llamar a la empresa distribuidora de luz que había reemplazado a la cooperativa eléctrica que había funcionado allí durante décadas. Después de insistir por días contra una empresa que contestaba que no era rentable enviar el técnico y si no podían los vecinos conseguir a alguien más, lograron, amenaza de por medio, que la empresa enviara una cuadrilla de trabajo.
La camioneta entró al pueblo bajo un saludo esperanzado de los niños que interrumpieron su partido de fútbol para correr detrás del vehículo. Ya había transcurrido más de una semana y media como si vivieran en el siglo XIX. Cuando la puerta se abrió, los vecinos advirtieron que no se trataba de una cuadrilla, sino de un solo muchacho.
—¡Señor, señor! ¿Nos va a devolver la luz? —preguntó una niña de trenzas con una sonrisa emocionada.
—Y… vamos a ver. Es difícil. Prefiero decirte una verdad incómoda antes que una mentira confortable —contestó el electricista y la niña se sintió desencajada.
Después de mirar la instalación eléctrica con los vecinos e informarles que una ráfaga había tirado abajo una torre eléctrica a unos kilómetros de ahí, la pregunta obvia no se hizo esperar:
—¿Y para cuándo van a tener arreglada la torre? —consultó uno de los vecinos, dando por sentado que el problema era allí y no en el pueblo.
—No, ya se arregló —contestó el electricista.
—¿Entonces hay otro problema, que acá no llegó todavía? —consultó otra vecina.
—Claro, es que ahora cambió la tecnología para la distribución. Los cables estos pueden funcionar tranquilamente, pero lo que tener, que vi que no está, es el adaptador de Farlight, que permite una electricidad con potencia y conectividad inmejorable.
—Pero si nosotros ya teníamos luz antes sin eso…
—Claro, pero ahora hace falta… el aparato este. Si no lo quieren, pueden ver si de la otra provincia allá les pueden tirar un cable. A lo mejor no es tan lejos, ¿qué serán? ¿Cien kilómetros?
—Ciento veinticinco, pero nosotros queremos que vuelva la luz que teníamos antes. Si no hay ningún problema, traigan el adaptador y colóquenlo para devolver el servicio.
—Yo tengo uno acá, señora —contestó el electricista—. Está a precio de oferta, diez mil dólares. Con eso le vuelve la energía a todo el pueblo.
—¿Es un chiste esto, o qué? —se cabreó uno.
—No, señor, las nuevas tecnologías son así. Y si no le gusta, puede vivir a vela que no pasa nada.
Quince minutos después, el electricista, atado de pies y manos, gritaba a un teléfono que la localidad ya contaba con el aparato, que lo habían adquirido por otro lado y funcionaba perfectamente, que podían ya devolverle el servicio eléctrico a un pueblo de buena gente trabajadora.
