Hizo falta que pasara más de un siglo de la muerte de Alejo Julio Argentino Roca, dos veces presidente de Argentina, entre otra lista de cargos ocupados, para que alguien, por fin, reivindicara su figura como prócer nacional. Incluso pocos años después de ganarse el mote de genocida gracias al revisionismo histórico y un contexto latinoamericano que daba lugar a discusiones sobre pueblos originarios.
Quizás se trate de una casualidad o, sencillamente, de una decisión del espíritu del fallecido genocida ante la memoria tan distorsionada de su gobierno, la que hizo reaparecer, de algún baúl perdido en el sótano de una casa, el texto del historiador Carmelo Gutiérrez que transcribiré a continuación casi íntegro:
“Uno supondría que el lugar donde se ejerce la profesión de historiador no es otro que una biblioteca, un archivo oficial, alguna oficina pública o cantidad de otros lugares, pero en pocos casos se imaginaría que se trate de una fonda. Estaba yo azarosamente en el lugar una noche de septiembre de 1887, a solas, con una botella de aguardiente que ayudaba a calmar la pena que provocaba la muerte de mi amada esposa, cuando escuché a mis espaldas un grupo de argentinos compartiendo una conversación, y pude reconocer una voz inigualable. Artemio Gramajo, edecán del general Roca, con quien yo me había entrevistado en algunas ocasiones, se dedicaba a contar historias entre un reducido público.
“Entonces, como era de mi agrado y había buena estima entre nosotros, me sumé con mi botella a su mesa y lo oí contar algo que jamás hubiera esperado: Una tarde de 1884, el presidente Roca se disponía a abandonar sus actividades, cuando apenas salido de su despacho casi se da de bruces contra el cuerpo de no recuerdo cuál Martínez de Hoz (sabrá el lector disculpar los borrones de la historia provocados por el aguardiente) quien, recién llegado de una reunión de la Sociedad Rural, alegó que necesitaba ver al presidente, apenas unos minutos. El presidente, de temperamento por demás conocido, pero también respetuoso de los sectores acaudalados del país, aceptó su solicitud y lo hizo pasar unos minutos a su despacho.
“Allí, el Martínez de Hoz presente planteó la siguiente discusión: ¿es acaso mejor idea instruir a la plebe para que el día de mañana sea capaz de dañar, al igual que ha ocurrido en París en 1871 o, en cambio, sería mejor aún repartir las tierras ganadas a los salvajes y continuar con la producción agropecuaria como hasta entonces? Se refería, puntualmente, a la ley de educación obligatoria y gratuita que estaba tratándose en aquel entonces en el Congreso.
“La respuesta del presidente fue que el reparto de tierras era solamente cuestión de tiempo y aprovechó para recordar la cantidad de hectáreas asignadas hasta ese momento a la familia de su interlocutor. En cuanto a la propuesta, en cambio, contestó que consideraba necesaria la escolarización en el país para el crecimiento y el desarrollo.
“Me permito, a partir de ahora, reproducir el diálogo tal como Gramajo lo hiciera en la fonda:
“—¿Sabe lo difícil que fue conseguir ingenieros para ampliar la red ferroviaria, para la construcción de La Plata, para los puertos? Por eso necesitamos ingenieros. Usted me dirá que los ingenieros que falten podemos traerlos en barcos. Y tendría razón. Pero lo que no pueden los ingenieros es hacer que los trabajadores sean capaces de interpretar y ejecutar sus mandas. Y no es solo eso. También necesitamos gente que sepa leer y escribir en los mercados, en los mataderos.
“—En el campo esas cuestiones no son necesarias. Lo que propone trae consigo el riesgo de conflicto. Si no, mire lo que pasa con la Sociedad Tipográfica Bonaerense.
“—Mire, usted sabe que yo por Sarmiento tengo una gran estima y Domingo logró convencerme de convocar al Congreso Pedagógico realizado hace dos años. Allí los expertos han concluido que es necesario tener un país instruido para potenciarse y tener un papel importante en el comercio.
“—Vamos a terminar como los franceses.
“—Ojalá que sí, señor —contestó, irónico, el presidente—. Le recuerdo que los mismos franceses que usted admira en sus paseos por Europa quienes impulsan la educación como tarea fundamental. Y, en tal caso, si acabáramos con problemas como los franceses, tendremos la misma solución que ellos: el fuego a mansalva.
“—Esto no es más que una rencilla suya con la Iglesia —dijo Gramajo que a esa altura Martínez de Hoz estaba cabreado.
“El presidente Roca se quedó callado, se levantó de su asiento para dirigirse a un mueble lateral, de donde sacó un recipiente de vidrio cargado con un líquido amarillento donde flotaba una bolsa escrotal con dos testículos.
“—Mire. Este es el par de testículos que tenía el cabecilla de los salvajes que enfrentamos en la campaña a la altura del Río Negro. Los mandé a pedir expresamente, y hace años los conservo conmigo en ese líquido llamado formol, inventado por los rusos, o alemanes. Permítame decirle, con el debido respeto, que aún muerto y castrado, el indio aquel tiene más cojones que usted, estimado.
“Entonces, el señor Martínez de Hoz, con una sonrisa de costado algo cínica, se levantó y dijo que ansiaba adquirir parte de las tierras que aún quedaban por repartir. Dio media vuelta, y sin estrechar la mano del presidente, se retiró.”
