119. Precocidad indomable

8 de abril de 2024 | Abril 2024

José tenía cuarenta y dos años el día que mató a Azul. El casamiento de Daniela, hermana de Azul, había generado en ellos un deseo de volver a sentirse jóvenes o, como dijo ella, vitales. El Registro Civil repleto de gente de una generación que no les pertenecía y, en particular, un par de parejas que se daban besos y cariño y no parecían tener hijos ni un sueño fenomenal, fue el detonante de esa autopercepción aburrida, tediosa y olvidable para ambos.

La misma noche del trámite, Daniela, su esposo y los amigos de ambos, habían salido a festejar a un boliche y se habían puesto en pedo. Cuando Azul le contó a José, sonrisa cómplice de por medio, acordaron que tenían que volver a hacer aquellas cosas que disfrutaban y la vida les había obligado a olvidar. Hubo apenas algunos días entre el civil y la fiesta, durante los cuales ellos se dedicaron a jugar y avivar el fuego de la relación mediante fotos eróticas y besos fogosos entre las tareas de la casa y el cumplimiento de las obligaciones que exigían a sus hijos.

La noche anterior a la fiesta dejaron a sus hijos al cuidado de los padres de Azul, que se encargarían de que los chicos se bañaran y vistieran lindos para lo que sería el evento familiar del año. Entonces, José y Azul aprovecharon y se sacaron las ganas de explorarse los cuerpos y los placeres en un fugaz encuentro sexual en el que él alcanzó el orgasmo cuando ella apenas había entrado en calor. Él se quejó de que ella le había hecho acabar demasiado rápido, aunque Azul se había quedado quieta como una estatua.

Al otro día, durante el cual disfrutaron de una paz inigualable al no sentir voces agudas gritonas en la casa, ni televisores ni pelotas rebotando, y mientras se preparaban la ropa que usarían en la fiesta, cada uno a un lado de la cama, José atacó con una propuesta:

—Ahora en la fiesta, si te parece, nos escapamos al baño y me la chupás un ratito, ¿dale? Así después volvemos y cuando estén los chicos cansados te agarro, te pongo de espaldas contra la pared, te la mando ahí a fondo de una, después te pongo en cuatro y te…

—Ajá… —contestó ella mostrando desinterés.

—… “Ajá”, ¿qué?

—Es mentira, Jo… —arrancó ella con cierta ternura a sabiendas de que sus palabras no serían bien recibidas—. No va a pasar nada de eso. Primero porque es el casamiento de mi hermana, y no creo que me pinte esconderme en el baño a darte placer a vos; menos todavía con este vestido. Segundo… gordo, ya sabemos cómo son las cosas —ella miraba el vestido y cada tanto ponía sus ojos en José—. Vos hablás, prometés y “que hago esto y aquello”, y después no pasa nada; es un sexo común, corto, donde acabás en dos minutos. Y está bien, no me estoy quejando, eh, yo a veces lo disfruto también, pero no me vengas con que va a haber fuegos artificiales y estrellas y no sé qué, si después no pasa. Te repito —y ahora sí, lo miró a él fijo, después de advertir que su lenguaje corporal expresaba algo de desilusión—, a mí no me molesta nuestro sexo. Lo que no quiero es que me digas cosas que… a lo mejor después no suceden, ¿no? Eso, nomás. Yo te amo así, pero no inventes cosas que solo suceden en tus fantasías.

José se quedó callado, serio como nunca antes. Miró a Azul sin parpadear, mientras estrujaba una corbata en su mano derecha. Hurgó en su mente lo que más daño podría hacerle a su esposa en respuesta y lanzó:

—¿Sabés que yo me cogí a tu hermana?

—¡Ja! No me hagas reír —contestó ella con una sonrisa genuina.

—¿Te acordás esa vez en la costa que vos saliste con los chicos y estaba ella de visita, que cuando volviste estaba todo desordenado y Daniela estaba agitada? ¿Te acordás que te dijimos que había entrado una rata, algo así? Es que entraste justo cuando estábamos en tremendo polvo. Ya íbamos como quince minutos —exageró—, pero bueno… se ve que con vos no pasa.

La pelea se desató, primero en insultos, pero rápidamente escaló y pasados dos minutos, el velador impactó la cabeza de José, provocándole un corte profundo en la frente.

—Pará, mi amor, por favor —suplicó él mientras se tomaba la herida—. Tenemos que ir al casamiento…

—Pero, ¿qué casamiento, imbécil? —interrumpió ella—. Vos no venís una mierda al casamiento de esa conchuda que tengo de hermana… O no. Mejor vení. Vení y, si en algún momento no me ves, es que estoy chupando pijas en el baño o me están dando duro contra una pared —dijo y salió de la habitación, dándole la espalda a José.

Media hora después, con su orgullo masculino estropeado, su precocidad sexual intacta y su futuro arruinado, José se sentó esposado dentro de un patrullero y pidió que, por favor, avisaran a sus suegros que no iban a asistir a la fiesta.

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