117. Fábula del escorpión y la rana

6 de abril de 2024 | Abril 2024

La familia Gorostiaga volvía a encontrarse después de cinco largos años, durante los cuales habían mantenido el contacto por teléfono, correos electrónicos, redes y chats. Eran todos ellos descendientes de Álvaro, que había venido a la Argentina con su esposa Blanca a principios del siglo XX. Ahora quedaban nietos, bisnietos y tataranietos que seguían portando la sangre Gorostiaga, aunque algunos tenían otro apellido.

Para ese fin de semana, Mario había ofrecido recibir a todos en su chacra de Luján de Cuyo, donde podía proveer de camas a los no eran de la zona y quisieran quedarse; los que vivían en la provincia volverían a sus casas y algunos otros habían elegido alquilar alojamiento por su parte. En total, a pesar de varias ausencias, serían treinta y seis personas a la mesa, más algunos niños de menos de cinco años que no se contaban para calcular la comida.

 Mario empezó el día temprano y, con ayuda de sus hijos, puso la mesa en el jardín, las bebidas a enfriar y saló la carne que había comprado el jueves, día en que llegaba la de mejor calidad. Puso la carne y las achuras en dos bandejas que apoyó en la mesa contigua a la parrilla. Su perra, Mandinga, una terranova de cincuenta kilos, lo acompañó desde la cocina con el hocico levantado y con esa expresión de felicidad que solamente la carne podía darle. Mario acostumbraba a compartirle un pedazo cada vez que hacía asado. La tenía entrenada para quedarse de pie junto a la parrilla y, en caso de que se acercara un ave rapaz, ladrar hasta que el ave se escapara o hasta que Mario llegara a proteger la parrilla.

Sonó el timbre y las primeras visitas empezaron a llegar. Fátima estaba todavía en el baño y los chicos estaban en la pieza de arriba en medio de un crucial partido de fútbol de consola que no podían, o no querían, pausar. Mario, entonces, y para no hacer esperar a la que seguramente era una de sus hermanas, decidió ir a abrir él mismo. Cuando llegó a la puerta vio que la primera en llegar era su hermana Lucrecia con su familia. Los hizo pasar, los ayudó a dejar sus cosas y a guardar un postre y bebidas en la heladera, y les preparó bebidas, cerveza para los padres, daiquiri sin alcohol para las niñas.

Cuando los hizo pasar al jardín para disfrutar de la vista a los viñedos vecinos y, más allá, la Cordillera de los Andes, tanto la vista como la alegría quedaron sepultadas bajo la imagen de Mandinga comiendo, del piso, la carne de la bandeja que había logrado tirar después de advertir que no venían aves rapaces y que tampoco había alguien para retarla. Mario salió corriendo hacia Mandinga mientras gritaba una mezcla de insultos y conectores en una bola de sonido incomprensible.

—¡No! —gritó Fátima que apenas había salido al jardín—. ¿Otra vez pusiste a la perra a cuidar la carne? ¿Sos boludo, Mario? ¿Qué esperás que haga?

—Era más cantado que “Despacito” —dijo la sobrina de catorce.

—¿Qué se puede esperar de un burro más que una patada, no? —preguntó Lucrecia y todos se rieron mientras veían a Mario perseguir a Mandinga con un fondo espectacular.

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