Lisandro se bajó del Chevrolet con la dificultad de siempre: acomodó la espalda de modo que la panza se metiera para adentro y sacó una pierna, se quejó del dolor de rodilla, y giró su cuerpo hacia afuera. Sacó la otra pierna y, cuidando no chocar su cabeza contra el techo, se levantó sobre el hormigón negro de la estación de servicio. Cerró la puerta y, mientras se levantaba el pantalón, caminó hacia la cafetería, donde no dudaba encontrar a algún colega amigo.
Entró y olió ese aroma mezclado de café y producto de limpieza recién aplicado en un lugar que se ve siempre sucio por el gris verdoso de las baldosas, con algunas manchas y resquebrajaduras de más años que los transcurridos en el siglo veintiuno. Hizo el mismo gesto de alegría que le salía al oler el guiso de su madre y encaró para la mesa donde paraban los muchachos de siempre.
—¿Cómo anda la banda? —saludó Lisandro—. Lucy, ¿me traés un cafecito?
—¿Qué hacés, gordo? —saludó Arturo.
—Todo bien, ¿ustedes? —y se dio vuelta—. Lucy, ¿no me sacás una medialuna y alguna de pastelera?
—Me va a matar tu mujer —contestó Lucy, que debía medir apenas más de la mitad que Lisandro, con una mano apoyada en la cafetera.
—Y las de ellos también —contestó Lisandro.
—No las conozco, nunca vinieron a quejarse —contestó Lucy y se dio vuelta.
—Cuchá, Lisandro —lo convocó Pérez, un señor de voz raspada y garganta cargada de un escupitajo aferrado—. Acá dice Marcelo que tenemos que hacer el asadito ese que nos debés.
A Lisandro se le transformó el rostro en una sonrisa impostada, sus manos comenzaron a sudar y la mirada esquivaba a los que lo escuchaban.
—Perdiste la apuesta, Licha. Ya hace como tres meses que nos venís bolaceando —Mauro, el más joven de todos, también lo apuró.
—¿Qué apuesta? Si estaba más arreglado eso… —contestó Lisandro intentando evitar su responsabilidad mientras se sentaba en una silla.
—Bah, ¿otra vez? —preguntó Arturo—. ¿Todas las semanas tenemos que repetir que perdiste y estás en deuda? Mirá que vos te fuiste de boca con que podías levantar el auto y no sé qué, eh…
—Además, la apuesta tenía dos cláusulas —recordó Marcelo—. O nos hacías vos el asado que, supuestamente, tan bien te sale, o nos invitabas a la parrilla de acá a la vuelta. Y sos un maestro para hacerte el boludo con las dos.
—Ah, sí, qué vivo, y después no llego a fin de mes —se excusó Lisandro.
—Y andá a laburar como hacemos todos, gordo, en vez de estar comiendo de arriba todo el tiempo —retrucó Marcelo casi en una arenga y el resto le acompañó repitiendo “andá a laburá, andá a laburá”.
—¿Qué pasa? ¿De qué se ríen? —preguntó Lucy que llegaba a la mesa con el café y las facturas de Lisandro.
—Que este Lisandro apostó que nos invitaba a la casa a hacer un asado, perdió, y ahora se hace el boludo, nena, podés creer —pasó el informe Pérez.
—¿En la casa? —contestó Lucy—. Pero, por favor, si este acá se hace el cocorito, pero después, la Lucrecia lo tiene de hijo, seguro que es ella la que no le deja hacer el asado. ¿Te mandaste una macana con ella, Lichi? ¿O también le debés asados? —preguntó Lucy levantando las cejas.
Lisandro hizo de cuenta que le sonaba el teléfono celular y con un “me están llamando”, se levantó bajo la risa burlona del resto, salió de la cafetería, se subió al auto, y huyó del reclamo como también de su dignidad.
