Desde la muerte de papá, la empresa había quedado en nuestras manos, y la administración era más complicada de lo que esperábamos. La empresa funcionaba, pero había algunas cosas del destino de los ingresos que no entendíamos del todo bien. Papá se quejaba de algunas cuestiones de plata que nunca entendí, pero a nosotros nunca nos había faltado nada. Al contrario, vivíamos bien. Después de su muerte, Ramiro y yo teníamos que dirigir todo. Más que nada él, que tiene unos años más, y es varón, claro. A mí no me pasa cabida. Se cree que se las sabe todas. pero no es que estudió para eso, ni cerca.
Él puso a trabajar a su amigo Elías, lo trajo como ayudante porque tenía un kiosco, que había quebrado el año pasado. Le prestaba atención como a un ídolo. Y Elías es más grande, pero no tanto, tendrá treinta, qué sé yo. Igual es un bobo. El otro día llegamos Ramiro y yo a la oficina, y le dijo a Elías:
—Hoy tengo ganas de echar a algún negro de estos. Así, de una, ya fue. ¿Qué te parece? —le preguntó. Yo escuchaba, pero era como si no estuviera ahí.
—Y, dale, echalos, amigo. Vos podés hacer lo que quieras, sos el jefe —contestó Elías.
—Bueno, entonces avisale al encargado de personal que eche a… quince. No, veinte, mejor. Veinte — dijo Ramiro y agitó un dedo en el aire. La fábrica no es muy grande, echar a veinte no es poco. Que, además, hacen cosas, no es que no…
Elías salió y volvió al ratito, dijo que ya estaba, que ya le había avisado, y se rio. Cuando se ríe se nota que es tarado. Por eso debe ser amigo de mi hermano teniendo al menos cinco años más que él.
Y, al toque, se empezó a escuchar un quilombo abajo. Ramiro se acomodó en su sillón, nervioso como cuando sabía que se había mandado una y lo iban a castigar. El ruido aumentó hasta que llegó a la oficina, y golpearon la puerta. Eso me sorprendió, creo que los tres esperábamos que abrieran de golpe. Mi hermano no contestó, pero Elías dijo “pase”, también todo cagado, y Ramiro, más cagado todavía, lo miró como si dijera “no, ¿qué hiciste? Ahora saben que estamos acá”.
Entraron, prácticamente, todos los de la fábrica, a la oficina. Elías y yo nos corrimos rápido para atrás del escritorio. Se los notaba bastante enojados. Jorge, un viejo que está prácticamente desde que empezó la fábrica y que se llevaba bien con papá, fue el que empezó a hablar:
—¿Qué pasa, pendejo? ¿Qué es esto de que nos echan?
—A vos, no, Jorge. ¿Cómo te voy a echar? —contestó Ramiro. Creo que estaba temblando.
—Es lo mismo, pendejo. A mí o a quien sea, ¿a quién vas a echar?
—No… no, no sé. Eso es tema de Elías —y lo miró a su amigo.
—Ah, no, vos me dijiste que eche quince o veinte negros. Así dijiste, ¿o no, Cande, que dijo así? —y me miraron todos a mí.
—No me acuerdo —contesté, porque mi hermano puede ser un pelotudo, pero no me iba a poner del mismo lado que el tarado de Elías.
—Es que no nos dan los números, Jorge —se excusó Ramiro.
—No te dan porque estás dejando que este boludo te afane en la cara —contestó Jorge y lo señaló a Elías—. Lo sabemos todos, pero no es nuestro problema. Ahora, ¿sabés lo que va a pasar? Está viniendo el sindicato para acá. Vamos a hacer un paro de cuarenta y ocho horas, para empezar…
—No, pará, Jorge —interrumpió Ramiro, más nervioso que nunca, hasta se le notaban las manos mojadas—. O sea, hagamos si no que no pasó nada y después vamos hablando.
—¿No pasó nada? ¿Vos nos estás tomando de boludos? —Jorge se apoyó en el escritorio y, después, habló muy tranquilo—. Mirá, Rami, esto es así: nosotros vemos todos los días el auto con el que venís. Sabemos en qué barrio vivís y hasta cuánto pagás de expensas. Si no estás llegando a fin de mes, cosa que dudo, no es nuestra culpa, que la remamos todos los días. Ahora, lo que nosotros queremos, es que discutamos un aumento de salario. O un bono, o algo. Pero acá hay compañeros que tienen tu edad, hijos a cargo, y no llegan a fin de mes, ¿entendés?
Ramiro asintió.
—Nos juntamos la semana que viene, ¿te parece?
Ramirio asintió.

