106. ¿Cuál es la verdad?

27 de marzo de 2024 | Marzo 2024

Gabriel era un fanático de la religión. Se sentía acompañado en el plano espiritual, pero no lograba explicar por qué y actuaba como si su destino estuviera atado a un futuro gobernado por algo superior que no llegaba a determinar. Para él, encontrar el lugar donde estuviera el surco que su vida debía recorrer, era la cuestión fundamental, su razón de ser. Lo que buscaba era una verdad, una universal, que explicara su vida y la de todos los humanos. Ya contaba sesenta y tres años; así y todo, seguía buscando.

La historia de su vida era, de alguna manera, la de todas las religiones del mundo. Nacido en una familia católica apostólica romana, sus primeros veintitantos años los había transcurrido bajo ese credo. La rebeldía adolescente, un poco tardía, lo llevó a cruzarse de vereda, al cristianismo ortodoxo. Pero ahí no se sentía cómodo. Le parecía que el hecho de usar únicamente imágenes planas, en lugar de estatuas, o no permitir el uso de instrumentos en la celebración religiosa le parecía innecesariamente anticuado.

Abandonó dicha institución para mudarse al mormonismo. Lo intentó, dos años enteros. Más bien, los sufrió. El nivel de estrictez para los vínculos y el ejercicio del amor y el alcohol en el cuerpo lo alejaron. De ahí decidió mudarse del barrio: probó el judaísmo. Lo convenció un amigo con el mero fundamento de que, si el hijo de Dios había pasado por el mundo, ¿cómo podía seguir siendo semejante basura? Además, ¿qué clase de Mesías no cuenta con otros poderes más que convertir agua en vino y caminar sobre las aguas? A Gabriel, el primer poder, le parecía el más interesante, aunque Moisés había logrado partir las aguas durante el Éxodo, con lo cual no podía ser el único poder del Mesías. Además, que el mundo fuera así, le hacía creer que no podía haber recibido en su historia al hijo de Dios.

Pero el judaísmo tampoco le gustó. En realidad, comprobó los prejuicios populares en pequeñas acciones que consideró verdades reveladas y decidió no continuar con esa fe. Decidió volver a la senda del cristianismo y lo que le faltaba probar eran el evangelismo y el protestantismo. Como para la segunda el templo quedaba demasiado lejos de su casa, probó con la primera. No le gustaba el portuñol pero igual aportaba en dinero y espíritu en el templo. También duró un tiempo largo, pero se enojó hasta el escándalo cuando, en una ceremonia en la que se curaría a una señora en silla de ruedas, vio que ésta había entrado una hora antes a pie.

El budismo estaba descartado por no admitir el consumo alcohólico. Las religiones que tenían origen africano como el umbanda, quimbanda, candomblé, le resultaban demasiado extrañas para su origen y no le atraía el sacrificio animal. Además, su familia católica lo habría marginado y algo de eso le provocaba dolor, así que prefirió no arriesgarse a tanto. Incluso, a costa de ir contra la verdad correcta.

Después de un breve paso por el helenismo griego y otro más por la mitología egipcia, en las cuales le resultaba muy difícil ejercitar la fe, inmerso en una desesperante soledad y ante la mirada burlona de los demás, decidió torcer el rumbo. El día en que cumplió los sesenta y tres años, después de escuchar, por casualidad, sobre los aghori, compró un pasaje a la India. Estudió cuanto pudo sobre Shiva y, algo resignado, se encomendó a él. Llegó al país asiático con mucho entusiasmo y sed de conocimiento. Logró encontrarse con los aghori y fue convidado con un trozo de carne humana, la cual saboreó y degustó, agradecido a Shiva. Dos días después, no podía moverse y deliraba de fiebre. Podía ser consecuencia de haberse alimentado de un hombre muerto o de cualquier otra enfermedad. Por suerte para él, se creía que los aghori podían curar a los enfermos. Por mucho que lo intentó uno de su secta, no logró curarlo y, dos días más tarde, Gabriel, ya muerto, fue devorado por su última religión.

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