10.1 El pueblo con el pueblo

17 de febrero de 2024 | Diciembre 2023

A Fito le pesaban los años al frente de las aulas. El pelo casi del todo blanco, las ojeras abultadas, las arrugas en la cara y cuello y las carnes flácidas mostraban la factura que había pagado después de décadas de encargarse de garantizarle un futuro educado y consciente al país. Pero el método educativo ya no le daba resultado como antes. Año a año debía redoblar sus esfuerzos para captar la atención de una banda incontrolable de hormonales revoltosos que, al parecer, no tenían ningún interés por la música, la materia de la que él estaba a cargo.

Decía que por eso se había vuelto alcohólico, pero en realidad no era así. Ni siquiera era adicto, era solamente un borracho depresivo. Un tipo al que la pasión se le había borrado entre tardes y noches de vino, cerveza y whisky. Tampoco había logrado formar una familia, algo que le hubiera gustado, y aún no descartaba, aunque sabía que era poco probable a esa altura.

“Los pibes de ahora no reconocen la autoridad”, se quejaba. Entre los dispositivos tecnológicos que evitan todo tipo de concentración en el ámbito educativo y que los padres tampoco se encargaban de la crianza como él creía que debían, ya se había tornado prácticamente imposible dar clases. Cada día que se paraba frente al aula lo intentaba, pero fracasaba una y otra vez. Al punto de ir al colegio nada más que para cobrar su sueldo y sentarse frente a un aula descontrolada.

Ese año los estudiantes empezaron directamente a salir del aula. A tomarse la hora de música como un recreo más, en el patio. Fito intentaba demostrar que tenía autoridad, en sus palabras se ponía como gestor del orden, más ante sus compañeros y autoridades del colegio. Aunque se viera exactamente lo contrario, sostenía que se trataba de su plan educativo basado en el juego.

—¿Cómo andás, Fito? —hablaba lento la rectora del colegio cuando salió a su encuentro en el patio. Vivía empastillada con ansiolíticos.

—Hola, Susana, ¿cómo estás? ¿Todo bien? —sonrió él.

—Sí, pero escuché que había ruido y bajé. ¿Qué hacen todos los chicos… acá en el patio… jugando a la pelota? ¿No es horario de clase? —y miró su reloj de pulsera para cotejarlo.

—Es que es exactamente lo que estamos haciendo, Susana. Fijate que estamos en una actividad en la que mientras ellos juegan, cantan.

“El pueblo con el pueblo” era una de las canciones que gritaban, la letra solamente se repetía y no iba más allá de eso.

—Ah, mirá… Qué bien, Fito. ¿No es un recreo, entonces?

—No, Susana, por favor. ¿Cómo vamos a estar en recreo ahora? Es horario de clases.

Otra canción sonó: “A ver a ver, quién dirige la batuta, los estudiantes o el profe hijo de puta, yuta puta”, que la acompañaban con una batucada improvisada contra los tachos del colegio.

—Pero… —y señaló al aire con el dedo—. ¿No están hablando de vos, Fito?

—No, Susana, por favor. ¿Cómo van a decir eso de mí? Está todo controlado, es un nuevo método pedagógico que estoy probando. Les estoy enseñando a defenderse con canciones.

—Ah, muy bien… Muy bien, Fito. ¿No huele a alcohol por acá?

—Mmm —empezó sin abrir la boca—. No. No…

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